Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 28 de junio de 2015 Num: 1060

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Décimas de la arenita
Ricardo Yáñez

En tren por el norte
de Tailandia

Xabier F. Coronado

Billie Holiday,
la cumbre y el abismo

Augusto Isla

Cómo resistir a las
fuerzas del olvido

John Berger

Leonardo Padura
y la generación
de Mario Conde

Gerardo Arreola

Leer

Columnas:
Tomar la Palabra
Agustín Ramos
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Prosaismos
Orlando Ortiz
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Alonso Arreola
Twitter: @LabAlonso

Sentados al lado de Ornette Coleman

Fue hace quince años, en el Anfiteatro del Gesu, cuando transcurría el vigésimo primer aniversario del Festival de Jazz de Montreal (Canadá). Iban a dar las once de la noche, tiempo marcado para el último concierto del cuarto día en nuestra ambiciosa agenda de dos semanas. Con la excitación al tope aguardábamos la aparición del quinteto del saxofonista John Nugent (Ella Fitzgerald, Mel Torme, The Temptations), quien tendría como invitados a Al Foster (batería) y Randy Brecker (trompeta). Estábamos seguros: sería un cuadro pleno de dorados, ámbares, ocres y cobres colisionando a alta velocidad.

De pronto, minutos antes de que se abriera el telón, un cuchicheo repentino creció velozmente entre quienes abarrotaban el foro (unas cuatrocientas personas). Todos miraban en nuestra dirección, al centro bajo de las butacas. Desconcertados, recorrimos el entorno inmediato. Cuando íbamos llegando al hombre que ocupaba una butaca de último momento, entreverado con su eco a causa de las muchas voces que lo soplaban, un nombre y un apellido llegaron volando para resolverse en ese rostro negro y serio que quedó de frente al escenario: Ornette Coleman.

Efectivamente, el legendario saxofonista se había sentado en la fila posterior, a un par de metros de nosotros. Contrariado por el entusiasmo colectivo, optó por convertirse en cera. Inmutable, esperó que cayera la oscuridad y con ella el imperio de la sombra, cobijo contra el frío de la fama. Para su desventaja portaba una gorra, lo que permitía identificarlo en la penumbra ya con la pupila dilatada. No sabemos si otros melómanos hicieron lo mismo pero, iniciado el concierto, varias veces intentamos ver sus reacciones en medio de un solo particularmente inspirado o al final de un tema rápido y retorcido. Aplaudía pero no mostraba entusiasmo. Seguía sintiéndose observado, él a quien hacía tiempo no le motivaban las multitudes, ésas que lo mismo lo idolatraban que lo abucheaban.

Imaginamos entonces –y ahora– lo que le ocurría cráneo adentro: análisis armónicos, juicios melódicos, asociaciones estilísticas, visitas al tiempo en que inventó el free jazz al lado de rebeldes como Don Cherry, Billy Higgins y Charlie Haden, cuando, harto de las tímbricas y discursos convencionales, optó por tocar un saxofón de plástico Grafton –que cuando tuvo dinero reemplazó con un Selmer– y por renunciar a las fuentes escalares que no satisfacían a su espíritu avant-garde. A partir del año 1959 lo suyo sería resquebrajar el temperamento de las progresiones cordales del blues y del rhythm changes a base de tensiones y cromatismos extremos, de cambios de tempo altaneros que sólo de vez en cuando ofrecerían melodías clarificadas. Él llamó a su herramienta principal harmolodic (una suerte de disociación entre armonía, movimiento y melodía). Cada vez más desinteresado en los clubes nocturnos, experimentando siempre en el estudio con nuevas tecnologías, desarrolló puentes entre la música, la raza, la política y el lenguaje. Una nota al pie que no es al pie: el artista chino Ai Weiwei dice algo que calza con el pensamiento de Coleman: “Todo es política. Todo es arte.” El caso es que para Ornette el free jazz fue también una reivindicación del be bop y del hard bop, respuestas afroamericanas frente a un establishment preeminentemente blanco.

No es gratuito que en la mítica charla que sostuviera con el filósofo Jacques Derrida, padre de la desconstrucción, publicada en la magnífica revista gala Les Inrockuptibles en 1997, Coleman revelara el origen de su composición más conocida, “Lonely Woman”, fruto de la reflexión frente a un cuadro donde una mujer blanca, pintada con toda riqueza material y física, exhibía tristeza y solitud. Superponiendo paradojas, sutilezas agridulces entre las melodías que bailan a dúo y la base rítmica del maravilloso álbum The Shape Of Jazz To Come (título soberbio y agorero), el saxofonista trazó como respuesta un cuadro aéreo novedoso e indeterminado en el que el escucha se perdía si seguía una brújula ordinaria.

Se puede hallar la entrevista completa, entre muchos otros textos alrededor de su obra, en el abisal sitio de arte contemporáneo Ubuweb (ubu.com). Allí Coleman le dice a Derrida: “Pienso que el sonido tiene una relación más democrática con la información; no se necesita del alfabeto para entender la música.” Atendiendo a ello y al privilegio que fue escuchar a Randy Brecker a su lado, detenemos estas palabras a pocos días de su muerte y le recomendamos ampliamente que busque, además del disco mencionado, los trabajos: Dancing In Your Head, The Art Of The Improvisers y Free Jazz. Escúchelos como quien mira pinturas con el corazón abierto y el cerebro apagado. Buen domingo. Buena semana. Buenos sonidos.