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A la mitad del foro

Las barricadas de fuego

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Tranviarios participaron en la marcha del Día del Trabajo en la ciudad de MéxicoFoto Pablo Ramos
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stalló la violencia el primero de mayo. No hubo barricadas de obreros ni actos vandálicos de autoproclamados anarquistas. En las calles de la capital de nuestra pobre República desfilaron los grupos dispersos y debilitados de lo que llegara a llamarse sindicalismo independiente. Los otros, con sus líderes de la gerontocracia, esperaron su turno y después marcharon con paso cansino y la soledad de un movimiento obrero organizado que camina como los cangrejos, sin rumbo y sin guías.

En Los Pinos, Joaquín Gamboa Pascoe imitaba el gesto visionario de su estatua, la imagen en bronce que mandó erigir en el Congreso del Trabajo. Y sonreía el yerno de Yurén, uno de los siete lobitos que defenestraron a Vicente Lombardo Toledano y subieron a la rueda de la fortuna del poder sexenal, sin tener que bajar al concluir su vuelta. Cuestión de matices, del significado de las palabras y la intencionada confusión entre precio y valor. En la residencia presidencial: el líder cetemista de camisa de seda, desde luego, no roja, aplaudía discurso y gesto amigable de Enrique Peña Nieto, en compañía del presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Gerardo Gutiérrez Candiani. Y de los cortesanos de la modernidad que aplauden al oír que hay paz laboral en el país, tanto como el gesto reformista de la igualdad de empleo entre géneros.

Salario igual a trabajo igual, postularía Peña Nieto. En las calles, en la Plaza de la Constitución que es norma y programa, desfilaban sorpresivamente los jornaleros agrícolas de San Quintín, Baja California. Los siervos de la agricultura moderna y los patrones explotadores. Allá y en todas la zonas fértiles y productivas del campo mexicano hay igualdad de empleo entre géneros; trabajo igual para hombres, mujeres, niños y niñas; con salarios de hambre para todos, miserables casuchas para protegerse de la también equitativa intemperie; sin servicios de salud, sin escuelas para los hijos, sin agua que no sea la que escurre de los canales de riego, contaminada, envenenada con residuos de fertilizantes químicos. Doscientos pesos diarios de salario reclamaron inútilmente en Baja California y en la vieja casona de Bucareli.

Solidario, caminante y reclamante en las calles sin barricadas, Francisco Hernández Juárez, desde el vértigo de la aproximación a la oligarquía, afirmó que la reforma laboral fue impulsada para abaratar la mano de obra. Un salario cuyo valor adquisitivo es cada día menor. A pesar de las prisas por dar paso a los extraños compañeros del pálido sindicalismo, esa solidaridad daría respuesta al reclamo de los jornaleros agrícolas: El asunto es que no nos dejen solos. Porque la distancia alentó a revivir el discurso combativo de algunos, de los tranviarios, de los electricistas sobrevivientes del SME, de los trabajadores de la industria nuclear; el Sutin, cuyo secretario del exterior diría con firmeza que el objetivo de las reformas estructurales era favorecer al gran capital y quitar las conquistas que los trabajadores han ganado durante muchos años.

Y hubo paz en el heterogéneo desfile laboral que incluía a padres de los desaparecidos de Ayotzinapa y espontáneos defensores de la libertad de expresión. Las barricadas de fuego se levantaron en 25 municipios de Jalisco. No hubo marcha obrera, hubo rebelión y reto de los capos del crimen organizado: bancos y comercios incendiados; enfrentamientos armados que desbordaron los límites del estado de Jalisco; bloqueos en Colima, Michoacán y Guanajuato; medidas del gobierno de Aguascalientes para impedir el paso avasallador de los sicarios. Derribaron un helicóptero los criminales que desafiaron al Estado; siete muertos, al menos 19 heridos y tres desaparecidos en los combates contra el Ejército y las policías federales y estatales. Por eso hablo de rebelión. Y por el pasmo del gobernador Aristóteles Sandoval: mensaje en mangas de camisa para informar a sus mandantes sobre el desarrollo y estallido de una violencia largamente anunciada.

Además de los secuestros, robos a mano armada, extorsión y otros delitos del orden común, los homicidios dolosos que se multiplican como si el Remington anduviera en busca de Pedro Páramo, los matones asesinaron a varios funcionarios del gobierno de Aristóteles Sandoval, al diputado federal Gabriel Gómez Michel; atacaron a personal de la Gendarmería Nacional y en abril mataron a 15 elementos de la policía. De Aristóteles, el de la antigua Grecia, maestro de Alejandro el Grande, diría el ingenio de las luces que el autor de La Política, brillante expositor de los mecanismos de la democracia ateniense: Casi sin darse cuenta se sentó a la mesa de la Tiranía. El de Jalisco ignora dónde cayó el día que se arrojó festivamente de un balcón. Y se mareó con la voz de los sicofantes que lo llamaron cuasi-gemelo de Enrique Peña Nieto.

Primero de mayo y un minuto de silencio por los soldados muertos por los delincuentes que dispararon los proyectiles que derribaron el helicóptero de la Secretaría de la Defensa Nacional. El grupo criminal será combatido y desmantelado con todas las fuerzas del Estado mexicano, diría el comisionado nacional de Seguridad, Monte Alejandro Rubido. No hay por qué dudar que así será. Pero ante el descomunal reto, nada dice el habitual recuento de capos capturados o neutralizados. Hace unos cuantos días acudió Miguel Ángel Osorio Chong a Reynosa, Tamaulipas, a la puerta del infierno en la llamada frontera chica. Los endemoniados que se disputan las rutas y el territorio del viejo cártel del Golfo; los que han sembrado el terror y despoblado ranchos y poblados enteros, quemaron tráilers, bloquearon calles y avenidas, echaron bala para demostrar quién manda.

Las fuerzas militares ya estaban en Tamaulipas. Pero en Reynosa, como lo habían ya hecho en Tampico, los sicarios quemaron autobuses, camiones y cartuchos en impresionante cantidad. El Ejército controló la situación y evitó la absurda pretensión de liberar al capo capturado. Pero ardió la frontera chica y el país entero sumó ese fuego a la lumbre que muchos han encendido en el proceso electoral. Unos exigen que no haya elecciones porque no confían en el poder constituido, y otros por temor a la barbarie criminal. Por eso, estoy seguro, acudió de inmediato Osorio Chong a Reynosa, donde remover las cenizas podría avivar el incendio. Cumplió el secretario de Gobernación. Pero la violencia no cesa.

Es hora de valerse de la inteligencia de la que han hecho gala para combatir el fuego con fuego, ahora para resolver el angustioso dilema social, de salud pública; y, sobre todo, de la obsesión neoconservadora de la austeridad económica donde hay hambre y la generosidad de los impuestos bajos para quienes más ganan, o devueltos por los mecanismos de la consolidación y otras maravillas empresariales.

Hace un par de días, Joseph Stiglitz, entrevistado en una cadena de televisión, diría que a pesar de los apuros de la Unión Europea y la parálisis de Washington por la tozuda negativa reaccionaria, todavía se puede ser optimista: porque los demócratas y republicanos, así como los liberales y conservadores europeos, aceptan por fin incluir en la agenda política el problema de la desigualdad.

Los patrones que conmemoraron en Los Pinos el sacrificio de los mártires de Chicago sólo han visto barricadas callejeras en Broadway. Este primero de mayo desfilaron los jornaleros agrícolas, pobres entre los pobres. Ardió Jalisco y soplan vientos de fronda en los altos salones de la indolente oligarquía. O cabestrean, o se ahorcan.