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El asesinato de una mujer en Puebla
E

n la ciudad de Puebla (llamada ¿irónicamente? de los Ángeles), una joven, Raquel Torres Pavón, fue bárbaramente asesinada. Y no es la única. Hay, indudablemente, responsables individuales que deben ser llevados a la justicia, y ese es un reclamo nuestro y de muchos. Pero ese no es el fin de la historia. Cuando en Ciudad Juárez, Chihuahua, en los años 90, más de 500 mujeres fueron una tras otra asesinadas, por primera vez claramente apareció una agresión de género masiva, fuertemente vinculada al brusco cambio en las relaciones de género que había traído la modernización neoliberal. Decenas de miles de jóvenes mujeres procedentes de comunidades rurales y serranas del norte de México, empobrecidas por el incipiente neoliberalismo, dejaron de ser las jovencitas de familia y emigraron para pasar a convertirse en la nueva masa proletaria que llenó los galerones de las maquiladoras. El resultado fue mixto: por una parte fueron sujetas a un intensísimo régimen de explotación, con muy bajos salarios, alejadas de sus familias y de su entorno social, pero, por otra, repentinamente tenían un ingreso que las volvía un poco autosuficientes frente al hombre local, en mucho desempleado y marginado. Se emanciparon de alguna manera, pero al mismo tiempo fueron blanco del abuso y del machismo herido que describía un analista.

Así, los asesinatos, aunque en cada caso con su parte de responsabilidad individual, proliferaron claramente ligados a un contexto de profundas contradicciones y conflictos socioculturales. Y lo fundamental: las mujeres están siendo condenadas a pagar un precio cada vez más sistemático y alto de la rendición del país a la modernización neoliberal.

En entidades como Guanajuato y el estado de México hay patrones de incremento en el asesinato de mujeres que resultan de la confrontación entre un contexto tradicional –incluso sumamente religioso– y la brutal irrupción de una modernización bárbara, que no puede siquiera proponer una ética y que sustituye la caduca moral existente con el principio de la competencia y el ascenso por sobre los demás. En el caso de Puebla están bajo ataque los valores de solidaridad de las comunidades y las y los maestros, pero también el tejido social urbano construido desde la preocupación conservadora que busca en la religión la preservación de la moral y las buenas costumbres. La solidaridad comunitaria de los pueblos originarios, o la del amor al prójimo propia de la moral religiosa tradicional, sin miramientos, son sustituidas por el mercado, y se genera una profunda descomposición social sumamente peligrosa, especialmente para las mujeres. Si en los años 70 la moral religiosa alimentó la reacción conservadora estatal contra el intento de una universidad pública de raigambre social, autónoma y democrática, en la década del 2000 lo que se opone a la crítica de Lydia Cacho ya no son los valores religiosos, sino la barbarie misma.

Cuando ella es secuestrada en Yucatán y obligada a viajar en una interminable jornada nocturna en automóvil, apretujada por guaruras con nombramientos de policías estatales muy dispuestos a asesinarla en cualquier recodo del camino, se comprende la profundidad a que han llegado esa descomposición y vacío ético que ahora amenazan sobre todo a las mujeres. Cuando un góber precioso de hecho puede, a cambio de un par de botellas de cognac y de un hueco halago, poner todo el poder de una entidad federativa a los pies de un público pederasta, se comprende qué significa esa pérdida de rumbo de la ética de una nación. Y lo que para muchos hombres puede ser sólo una contradicción teórica aberrante, para las mujeres se convierte en la posibilidad concreta de ser asesinadas, simplemente por reivindicar que no aceptan por la fuerza lo que no es por su propia voluntad.

Cuando esa noche del 17 de abril, Raquel Torres, estudiante mexicana, hermana de dos reconocidas y queridas académicas de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, enfrentó en desventaja a su verdugo, en realidad también confrontaba su libertad como mujer contra un contexto implacable. El mismo que al llegar de Francia, ya la había condenado de antemano por ser mujer, por ser libre e independiente, por haber llegado a la conciencia de que ella era la única que podía disponer de su cuerpo. La imposición autoritaria y vertical del neoliberalismo impide eficazmente el desarrollo de una transición ética que rencuentre al ser humano con su tendencia innata a la solidaridad y al cuidado del otro.

Un Estado cada vez más incapaz de defender, de generar políticas de reconstrucción de los principios básicos de comunalidad, tiene otra consecuencia: genera exasperación y violencia, incluso entre los que se adhieren a la idea de una nación solidaria. Y ese no es un buen cimiento. Mejor es el de las comunidades autónomas –incluyendo las universitarias– capaces, desde abajo, de desarrollar nuevos códigos de conducta, nuevos marcos de solidaridad y cuidado. Para que ninguna más muera sólo por ser mujer y libre.

Nadie toca la escultura al rey de España frente a Minería; igual trato al antimonumento +43

*Rector de la UACM