Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Linda y sus hombres

E

n las últimas semanas noté que Linda miraba constantemente el reloj y que a las siete en punto se salía de la óptica disparada, muchas veces hasta sin despedirse de nosotras. Ese comportamiento me extrañó. Que yo sepa, Linda no tiene otro empleo. No necesita llegar rápido a su casa para guisarle al marido, corregir las tareas de sus hijos, atender a los padres o sacar al perro. Linda es soltera, no tiene hijos, sus padres viven en Puebla y en su casa no hay quien le ladre. Entonces, ¿para qué tanta prisa?

Imposible saberlo, pero algo me dijo que ese apresuramiento estaba relacionado con otro cambio en la actitud de Linda: ella, tan seria y tan apagada, de pronto empezó a verse luminosa, jovial; reía a solas o miraba a la distancia en actitud soñadora. Atando cabos, saqué conclusiones: Linda sale con alguien. No me lo ha dicho porque le da vergüenza, a los 43 años, andar ilusionada como una adolescente; quizá tema que la critique o que les vaya con el cuento a nuestras compañeras.

Jamás lo haría. Conozco a Verónica y a Esther: son tremendas cuando se proponen divertirse a costa de alguien, y más tratándose de Linda. Siempre la han considerado una persona rara y no le perdonan que jamás les haya hecho confesiones. A mí tampoco, y eso que somos bastante amigas. Entiendo que antes no tuviera nada qué contarme. Ahora sí: lo del novio. ¿Y si fuera otra cosa lo que la había hecho cambiar? Sólo me quedaba una forma de saberlo: preguntándoselo. Pero, ¿en dónde? En la óptica, imposible. El taller donde hacemos las reparaciones es un dedal y todo se oye. ¿En el baño? ¡Perfecto!

II

La oportunidad de hablar con Linda se me presentó esa misma tarde. Faltaban unos minutos para la salida cuando nos encontramos en el baño. Me dijo que el pedido de cristales venía retrasado. No me interesé en el problema: sólo buscaba la forma discreta de abordar el asunto del galán. Linda empezó a cepillarse. Le recomendé que lo hiciera despacio para no maltratarse el cabello. No quiero que se me haga tarde, respondió mirándome por el espejo. ¿Tienes cita con alguien?, pregunte. ¿Cómo quién? Un hombre. ¿Me equivoco? Linda metió el cepillo en la bolsita de los cosméticos y sin darme la cara respondió: Sí. te equivocas. No estoy citada con uno, sino con varios, y se fue dejándome con la boca abierta.

Lo bueno es que pude apoyarme en el lavabo, porque si no me habría caído a causa de la sorpresa y el temblor de piernas. No era para menos: Linda la buena –como le dicen en la óptica– acababa de confesarme lo que nunca imaginé: su relación con varios hombres. ¿Cuántos? ¿A qué horas? ¿Uno para cada día de la semana? En ese momento apareció Verónica en el baño. No sé qué cara me habrá visto, porque dijo perdón y salió dando un portazo.

En el trayecto a mi casa no dejé de pensar en la revelación de Linda. Sentí ganas de llamarle por mi celular y hacerle algunas preguntitas, pero no me atreví. No era correcto interrumpirla a la hora en que estaba acompañada de... ¿quién? Mejor dicho, ¿de cuántos? Preferí no buscar la respuesta. La cara me ardía.

III

A partir de su confesión, Linda se convirtió en un misterio para mí. Aunque me propusiera no hacerlo, la estudiaba, quería descubrir cuál era su secreto para atraer a tantos enamorados. Adivinar sus nombres, sus edades, sus facciones, el tipo de atenciones que tendrían con ella se me convirtió en un juego excitante que aligeraba mis horas de trabajo. En una palabra, Linda me compartía, sin saberlo, algo de la felicidad que le proporcionaban esos hombres. ¿Cuántos?

De pronto, un lunes, todo volvió a cambiar: ni una sola vez descubrí a Linda mirando el reloj y muchos menos sonriendo con expresión arrobada. A la hora de la salida, cuando ya nuestra compañeras se habían ido, guardó sus materiales con calma y se quitó los zapatos para sobarse los pies. Se nos está haciendo tarde, le dije. Levantó los hombros con indiferencia y siguió concentrada en su tarea.

El comportamiento de Linda me llevó a una conclusión dramática: sus hombres la habían abandonado. ¿Por qué? Fuera cual fuera el motivo, de seguro ella querría desahogarse. Le propuse que nos fuéramos juntas hasta la estación del Metro. Si quieres, dijo bostezando y alisándose el cabello.

Caminamos sin prisa. Hablamos de un cliente que usa armazones de oro. Un día de estos, Dios no lo quiera, un desgraciado lo asaltará para robarle los lentes, dije. ¿Crees que no lo sabe? Pero con tal de sentirse especial, se arriesga, comentó.

Pasamos frente al café de chinos y Linda me invitó a cenar. Era mi oportunidad de inducirla al desahogo: ¿No te están esperando?, pregunté en voz baja. ¿Quiénes? Algunos de tus hombres. ¿Cuáles? Los que tienes. Tú misma me lo dijiste en el baño. No vayas a salirme con que no te acuerdas.

Estremecida de risa, Linda entró en el café. En la única mesa desocupada siguió riéndose. Temí que estuviera burlándose de mí. Lo negó con la cabeza y cuando al fin pudo controlarse me explicó el motivo de sus carcajadas: “Mis hombres, como tú los llamas, son los actores que aparecen en una serie de tele buenísima. Desde que mi vecina me la recomendó no me he perdido un solo capítulo. Me gusta verlos desde el comienzo, por eso habrás notado que salgo a la carrera de la óptica”.

Le comenté a Linda que no entendía su entusiasmo y me guiñó el ojo: Porque no has visto mi serie. Todo pasa en unos castillos y unos bosques hermosísimos, pero no tanto como los actores: son guapérrimos, fuertes, valientes, atrevidos, se encueran y lo hacen a la menor provocación en cualquier parte. (Suspiró) Lástima que la serie haya terminado el viernes. Sentí tan horrible como el día en que Octavio me dejó. Él no volverá. Mis galanes de la tele, sí; en la nueva temporada.

No hallé qué decir. Linda creyó que mi silencio reprochaba su entusiasmo y me hizo otra confesión: Ay, amiga, si estuvieras tan sola como yo...