Editorial
Ver día anteriorDomingo 19 de abril de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Libre comercio y malestar global
M

iles de personas en diversas ciudades europeas y de Estados Unidos se manifestaron ayer en contra de la suscripción de un Tratado Transatlántico de Libre Comercio e Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés) entre la nación vecina del norte y la Unión Europea.

A estas manifestaciones se sumaron las realizadas en ciudades de África y Latinoamérica, en una circunstancia paradójica y desfavorable para los promotores de la globalización neoliberal: según puede verse, a la par del abatimiento de las fronteras para mercancías y capitales, se ha globalizado también el sentir de rechazo de los pueblos ante la preceptiva económica impulsada desde Washington y Bruselas.

En efecto, la inconformidad que hoy se vive en Europa y que se repite en Estados Unidos y en naciones periféricas pone en entredicho los supuestos efectos benéficos de la globalización económica y de la integración regional, en la medida en que se da cuenta de que, incluso en regiones del mundo compuestas por países ricos en los que prevalecen mecanismos de bienestar y altos niveles de vida –si bien disminuidos por las recientes crisis económicas–, y donde puede apreciarse una avanzada homologación económica, tales procesos generan malestares profundos porque golpean el tejido económico, dejan a las poblaciones a su suerte ante los vaivenes del mercado y minimizan las perspectivas de intervención estatal, incluso en momentos en que ésta resulta por demás necesaria.

Por otra parte, las consecuencias negativas de la integración regional tienden a ser mucho más agudas en zonas del mundo donde las condiciones para ésta son aún más adversas que en Europa o Estados Unidos. Tal es el caso de México, sometido desde hace más de dos décadas a un proceso integracionista profundamente desigual, a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Las asimetrías estructurales que prevalecieron al momento de suscribirse dicho instrumento se han manifestado en los años siguientes en forma de una sostenida dependencia económica con respecto de la nación vecina (en la actualidad, México realiza cerca de 90 por ciento de su comercio exterior con Estados Unidos, y más de la mitad de la inversión extranjera directa está constituida por capital de ese país), un indignante desmantelamiento de la industria nacional para beneficiar a los capitales trasnacionales y una creciente vulnerabilidad en terrenos donde México solía ser autosuficiente, como la producción alimentaria. Por lo demás, y a diferencia de lo que ocurre con proyectos de integración económica como el que tiene lugar en la Unión Europea, el TLCAN no permite el libre tránsito de la fuerza de trabajo, lo que constituye un contrasentido exasperante, por cuanto cancela para las personas lo que clama como un derecho para las empresas: la búsqueda, fuera de los países de origen, de mejores oportunidades de desarrollo.

Las expresiones de rechazo planetario ante aventuras integracionistas como la que se ha implementado en nuestro país constituyen una prueba fehaciente del fracaso de las mismas y su potencial explosivo y generador de factores de descontento generalizado e ingobernabilidad. Los gobiernos del mundo deben reconocer la pertinencia –si no es que la urgencia– de un viraje en el modelo de economía seguido en las últimas décadas, y tal reconocimiento debiera ocurrir, en primer lugar, en los países pobres y dependientes, como el nuestro, que son los que padecen a mayor escala los efectos negativos de la globalización económica.