Opinión
Ver día anteriorMiércoles 18 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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De la política y la democracia
C

reo… ¡zas!... ya empecé diciendo creo… Sin duda, un abuso. ¿A quién le importa lo que uno cree? Quizás, cuando mucho, podría ser interesante lo que de tal o cual asunto (diferencia sutil si la hay), se piensa.

Hay que tomar distancia de creencias instaladas, y de las que, tautológicamente, hacen pasar gato por liebre. V. gr.: sin principios no hay ética política. En efecto y… ¿el amor es más fuerte que el odio, piensa mal y acertarás, “no por mucho madrugar…” Refranes de púlpito y almanaque.

Tomando de ejemplo a un sátrapa de los Borgia, la gloria de Maquiavelo consistió en tan sólo describir la política de su época. ¿Podrían los politólogos a la carta recordar si Maquiavelo escribió algo sobre la democracia?

Con lucidez que los tibios de espíritu llaman fría, Maquiavelo se limitó a meditar en el ejercicio político del poder que tuvo oportunidad de observar de cerca y nunca ejerció. Pero sus conclusiones nada tienen que ver con el adjetivo maquiavélico que las buenas conciencias han usado y usan para desacreditarlo.

Sentencias del gran florentino: El buen ciudadano debe poner remedios a las adversidades de los hombres y ayudarles en su bienestar; “…debe amar a todos: ensalzar a los buenos y tener compasión de los malos”; Es detestable usar el fraude en toda acción; Ni en la guerra resulta glorioso ese tipo de engaño que lleva a romper la palabra dada y los pactos suscritos; Un acto humano noble y lleno de caridad tiene más influencia en los ánimos de los hombres que un acto feroz y violento. Etcétera.

Las cosas de la política siguieron andando y, junto con ella, la lenta, progresiva y nada universal evolución del concepto democracia. Que, según dicen, habría sido reinventado por los pícaros y pragmáticos ingleses, ajustando sus principios a los intereses de la modernidad capitalista.

Resulta comprensible, entonces, que los clásicos del marxismo negaran que la política sea una característica persistente de toda forma de sociedad. O que buscaran abolirla, porque no podían estudiarla sustrayéndola del todo social. Hasta ahí, todo bien. Pero teóricamente bien.

Sin embargo, al sustituir las cosas de la política por el materialismo histórico, el marxismo clásico no consiguió pasar la prueba de la práctica. O bien, y siguiendo al inglés Axel Callinicos, las consecuencias de ver el conjunto de los problemas de la política de un modo universal y común a todas las formas de la sociedad, “…tratando los rasgos específicos de tales problemas como si fueran problemas de cualquier sociedad”.

Por ahí se puede entender a pensadores de la izquierda latinoamericana que aún guardan serias dificultades para analizar los procesos democráticos en países como Venezuela y Argentina, Ecuador o Bolivia.

Dificultades que en los decenios de 1980 y 1990 no figuraban en las reflexiones a priori del marxismo realmente existente. Y es que algunos habían roto lanzas con la idea de compromiso, resucitando por la izquierda al ilustre filósofo nazi que había negado radicalmente la idea de democracia, por no hablar de los socialdemócratas y eurocomunistas que se adhirieron al neoliberalismo sin más.

A pesar de ello, los pueblos (… ¿podemos decir pueblo o conviene el término sociedad civil?) saltaron al ruedo de las urnas, usando la política como herramienta de emancipación. Como intuyendo aquello que Marx llamó “…el conjunto de las relaciones sociales”, y las diversas (e intransferibles) formas de la vida social.

No por ello la política iba a dejar de ser la expresión más concentrada de la economía o, si se prefiere, de la lucha de clases. Pero esta vez insertándola en cambios históricos concretos. Los principios de la democracia consiguieron renovarse, y el imperativo categórico de la política, concebido hace 200 años por otro filósofo ilustre que jamás abandonó su aldea, volvió a cobrar sentido.

Hoy la democracia ha tomado forma de cuadrilátero, con dos grandes fuerzas que se disputan el espacio: la una lo ensancha, aceptando el conflicto; la otra lo achica, idealizando el consenso. Pero como no hay dos sin tres, faltan las fuerzas que, en los ángulos del cuadrilátero, buscan acabar con ella.

En un rincón, poderes financieros que son enemigos de la producción, el empleo y el trabajo; en el otro, medios de comunicación que operan como partidos políticos; en el tercero, servicios de inteligencia que conspiran contra la sociedad; en el cuar­to, poderes militares enemigos de la soberanía popular, y en el medio, poderes judiciales poco interesados en la justicia.

Posiblemente, la política nunca se rigió con el fair play de estrellas fijas que, si alguna vez iluminaron, hace mucho dejaron de existir. No obstante, los buenos políticos saben que hoy los pueblos pasan factura. De ahí el crepúsculo de la forma partido y la multiplicación de movimientos, bloques y frentes que, sin alianzas, pueden abarcar todo sin apretar nada.