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 Portada 
Presentación 
Bazar de asombros 
      Hugo Gutiérrez Vega 
Campbell y La era 
  de la criminalidad 
  José María Espinasa 
El quehacer editorial: adrenalina pura 
  Edgar Aguilar entrevista 
  con Noemí Luna García   
  
Batis para neófitos 
  Fernando Curiel 
En el Sábado de 
  Huberto Batis 
  Marco Antonio Campos 
Recuerdo, Huberto 
  Bernardo Ruiz 
  
El multifacético 
  Huberto Batis 
  Luis Chumacero 
Batis y el amor 
  a la palabra 
  Mariana Domínguez  
Leer 
Columnas: 
        Bitácora bifronte 
        Ricardo Venegas 
        Monólogos compartidos 
        Francisco Torres Córdova 
        Mentiras Transparentes 
		Felipe Garrido 
        De Paso 
		Ricardo Yáñez 
        La Otra Escena 
		Miguel Ángel Quemain 
        Bemol Sostenido 
		Alonso Arreola 
        Las Rayas de la Cebra 
		Verónica Murguía 
        Cabezalcubo 
		Jorge Moch 
        Perfiles 
		Ricardo Guzmán Wolffer 
        Cinexcusas 
		Luis Tovar 
    
   Directorio 
     Núm. anteriores 
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          La Jornada Semanal    
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	 Francisco Torres Córdova 
	   [email protected] 
   
   Nunca  un solo día 
   
   Desde  ese día el tiempo ya no es lo que era. Cambió de modo y ruta, de lugar y peso  en la mente y en el alma. Volcado en la emergencia en todas partes, en cada minuto desgranado,  seco y denso su aire en la garganta y la memoria hasta el calor de los pulmones  y la voz que empujan el reclamo a la violencia, pasa quebrado, fibroso y  extranjero. Las horas, si sólo fueran eso y  no el caracol de su vacío, ocurren en espasmos de insomnio y sobresalto  cotidiano, y erizadas sin reposo en la cresta de una urgencia que se enquista  en la conciencia, se van deshaciendo de su cifra y en ninguna agenda o  manecilla encuentran punto de consuelo o referencia que dé razón de dónde queda  lo extraviado, para ir a su encuentro y regresarlo, para ponerlo de pie, el  rostro al alcance de la mano como era y ha de ser lo más cercano vivo, lo más  propio en la distancia que es un hijo. Ahora  ese día es este tiempo despojado, quitado a la cadencia y el tramado  milenario que era del agua y los otros elementos, y no comprende ni acepta como  antes el profundo engranaje de la luz y los  planetas que le pasan por el cielo, bajo el suelo y aun a los costados  en un horizonte que era sin fisuras como había sido desde siempre, porque ya no  hay ese siempre, y así alarga y aprieta su puño en la razón, derriba la puerta  de la casa con su ruido y disloca en la boca la palabra de familia, su íntimo  silencio con todo lo soñado roto, cruzado por  los humos de un fuego imposible y mudo a la intemperie –nadie vio ni oyó  el preciso crepitar de huesos, o respiró en  el viento algún olor a miradas que flameaban en la gran indiferencia minuciosa  de las cosas. Ese día que nunca habrá de ser un solo día, sino al  contrario y desatada una ardua y  sinuosa eternidad a escala humana, que es decir a flor de piel su hielo y  adentro en las entrañas su lenta y rigurosa desazón, no concede a la  ausencia contrahecha o a la muerte sucia el reposo del olvido. Porque en el horror que retuerce las letras de sus nombres  –Acteal, Atenco, San Fernando, Tlalaya, Ayotzinapa y muchos más apenas  estos años en esta geografía–, no hay una simple coyuntura de azar y de  infortunio que los salve en la inmensa coartada del destino. No son un  accidente, un sismo incalculable, una repentina  anomalía o un nimio desatino impredecible en el algún bucólico sosiego  de los días, y en las parcas verdades de la  historia no caben en la punta ubicua e inasible de un instante, de un  momento aciago –como concede intocable y pulcro en su arenga sudorosa la  iletrada investidura del poder–, pero al cabo  imponderable y que habrá de superarse con no se sabe qué resignación  ajena a la justicia. Los crímenes de Estado, de la barbarie y la estulticia que  son aquí y en todo el mundo, en el alma de  los vivos que lúcidos insisten en la  vida, no prescriben, no clausuran su presencia. Cuán oscura e incurable pequeñez hay en reducir  entonces a un instante ante los padres la  ausencia de sus hijos. Y cuán siniestro es su cinismo en el poder. 
   
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