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No sólo de pan...

¿Del turismo?

T

urismo, palabra que proviene del francés tour (dar una) vuelta, fue empleada desde principios del siglo XIX en Inglaterra y Francia para designar el desplazamiento lejano al propio lugar de residencia con fines recreativos, en una época en que las clases pudientes comienzan a seguir los caminos abiertos en anteriores siglos por los comerciantes, aventureros, ejércitos colonizadores y colonos, hacia el Oriente, África y América, alcanzando en el siglo XX el significado de industria sin chimeneas, por las extraordinarias ganancias extraídas del trabajo local, empleado en el sector de servicios que fue implantado progresivamente en nuevos destinos turísticos. ¿Fue el turismo un bien para los habitantes de estos continentes? Sí, si se ve desde la perspectiva de pueblos previamente empobrecidos por el saqueo de las conquistas y colonias extranjeras, a quienes el turismo les abre fuentes de empleo alternativas a las de su economía tradicional, pero no tanto si se considera que estos empleos son asociados a una subordinación económica, racial y cultural, expresada en el complacer sin chistar a los extranjeros (o a las clases superiores de connacionales) y en el entregar sin protesta posible el marco exótico de sus bienes culturales y naturales.

En este contexto resulta paradójico que los franceses, representantes durante un siglo de este tipo de turismo, hayan sufrido en tierra propia, al final de la Segunda Guerra Mundial, el turismo masivo del american people cuya prepotencia (lo mismo que en Italia) dio comienzo a la homogeneización alimentaria, musical y vestimentaria. Y aunque el pueblo francés haya defendido durante 50 años sus costumbres, sobre todo las de la mesa, no haya podido impedir que la cocacola se impusiera entre la tercera generación de la llamada après-guerre, junto con comida chatarra más o menos adaptada al gusto francés. Como es la política comercial de las transnacionales para introducir sus productos entre todos los pueblos del mundo.

¿Por qué dócilmente y sin dar ninguna pelea los pueblos han ido incorporando esta oferta alimentaria de la globalización, renunciando a sus hábitos culinarios, con la salvedad, por cierto, de las comunidades rurales capaces de distinguir sabores, olores y texturas de alimentos que ellos mismos producen en entornos naturales ancestrales y que constituyen el fundamento de su identidad?

Más allá de la publicidad alienante que en prensa, radio, televisión y espectaculares atribuye a equis comestibles propiedades que dan prestigio a quienes los consumen,  de los ingredientes adictivos que manifiestos u ocultos se les adicionan y de precios al alcance de bolsillos semivacíos, mientras los verdaderos alimentos se vuelven inalcanzables, la docilidad frente a la globalización alimentaria es una derrota del conocimiento de la realidad, a saber: de la ignorancia sobre la importancia de la naturaleza de la que el ser humano forma parte, por lo mismo de la importancia de lo humano en relación con su entorno y en este sentido del lugar de la ética (procurar la vida bajo cualquiera de sus manifestaciones) en la propia supervivencia.

El turismo (que en sí es deseable, soy una viajera empedernida) ha contribuido a deformar esta ética común a todos los pueblos cuando estos, convencidos por el turista de que su única riqueza es su cultura excéntrica –para el extranjero– la convierte paradójicamente en mercancía, desvirtuando su esencia misma y haciendo de este modo que el turismo sea la forma de penetración más dañina para la diversidad cultural y natural entre los pueblos del mundo, a lo que contribuye, conscientemente o no, la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) con sus declaratorias de patrimonio cultural utilizadas mercantilmente.

Sin embargo y sin rechazar al turista, los pueblos tradicionales podrían conservar su papel clave en la diversidad cultural mundial incluyendo su diversidad culinaria extraordinaria, si –como escribió ayer Silvia Ribeiro en estas páginas– se dedican a seguir sembrando. Pero, para ello –decimos nosotros– deben ignorar al coco de la crisis económica que arguyen los gobiernos para someter a sus gobernados y vender sus riquezas, crisis que sólo debería asustar a los dueños del dinero, pues la única economía que debe importarnos es la que forma parte de la red de relaciones sociales de nuestra sociedad –no la que se nos pone artificialmente como algo al margen de ellas– y que se mueve en conjunto hacia la evolución que, nosotros, los pueblos queramos darle.

Por un no a la economía que resultó de la acumulación violenta del capital, la que nos dicen debe ser una economía sana y por ella sacrifican a quienes producen los bienes, beneficiando sólo al uno por billón de personas en el mundo.