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Recordando a Andrés
H

oy se cumplen siete años del fallecimiento de Andrés Henestrosa. Murió a los 102 años perfectamente lúcido, con su gozo por vivir intacto. En su larguísima vida fue escritor, periodista, poeta, político y maestro. De inteligencia prodigiosa y memoria sorprendente, deslumbraba por su erudición, que el enorme sentido del humor alejaba de la solemnidad.

Nació en Ixhuatán, pequeño pueblo oaxaqueño donde vivió la infancia y primera juventud en medio de la turbulencia revolucionaria. A su llegada a la ciudad de México en la década de los 20 del pasado siglo, apenas dominando el castellano, en virtud de su talento entró al mundo del arte, la literatura y la política. Amigo predilecto de Antonieta Rivas Mercado, en cuya casa vivió un par de años, participó en los movimientos sociales y culturales más importantes de su tiempo, entre otros la campaña presidencial de José Vasconcelos. Fue amigo o conocido cercano de todos los personajes relevantes de la vida cultural y política de México, de prácticamente todo el siglo XX y los inicios del presente.

En casa de Antonieta escribió el delicioso libro de leyendas de su tierra: Los hombres que dispersó la danza; en ese momento tenía 26 años y sólo cinco de estar en el aprendizaje del español, según sus palabras, sin embargo, ya muestra el perfecto dominio de la lengua que fue madurando día tras día, en ese afán inacabado por la perfección que mantuvo vigente hasta su muerte. Quizá ahí radicaba parte del secreto de su permanente juventud: ese inagotable interés por aprender, conocer, escribir mejor cada día. Decía que sus escritos los consideraba borradores, como anuncios de otro escrito futuro, que sería mejor. Tal vez no pasan de 10 los libros que publicó, pero las cuartillas que colmó de ideas plenas de talento, sabiduría y belleza, para conferencias, discursos y cientos de artículos periodísticos, sin duda llenarían decenas de volúmenes.

Con una visión clara y una honda percepción de ser indio en este país, donde defendía que todos hablaran el español, además de su lengua indígena, afirmaba que los indios son mexicanos, pero lo van a ser más cuando hablen el idioma de todos, sin detrimento de las lenguas indígenas. Su experiencia centenaria le decía que el hombre tiene un alma y un corazón por cada lengua que habla; cada una tiene su forma de pensar, de sentir, de expresarse, porque las lenguas, afirmaba, tienen su genio propio, no son las palabras solamente, ni su gramática, es un estado del alma para hablarla, y sostenía que lograrlo es una hazaña. Sabía bien de lo que hablaba, ya que él se consideraba heredero de cinco sangres; sus lenguas maternas eran el huave y el zapoteco; con este último se comunicaba con sus familia y amigos cercanos; pocas personas dominan tan bien el español como él lo hacía.

En la cultura zapoteca al alma del difunto le toma siete años desprenderse totalmente de este mundo, por esa razón su hija Cibeles y sus nietos organizan un encuentro para recordarlo, en el que vamos a participar varios de sus amigos y por supuesto habrá música. El acto tiene lugar hoy a las a 10:30 horas en la capilla gótica del Teatro Helénico. Con seguridad va a ser un acto festivo, ya que hablar de Andrés Henestrosa es hablar del profundo amor a la vida. Su gozo permanente se hacía evidente en el brillo infantil de sus ojos, que a sus 100 años no requerían anteojos para leer, siempre atentos, chispeantes, pícaros, gozosos, descubriendo cada día algo nuevo.

Para concluir debidamente la fiesta vamos a comer a Doña Lula, el restaurante oaxaqueño situado en la avenida Revolución 1318. Rodeados del colorido de los murales que lo adornan, comenzaremos brindando con un mezcal, que acompañe la tlayuda con asiento para compartir de botana, pues recuerden que es enorme. Después resuelven el dilema entre pedir alguno de los moles, sea el negro tradicional, un coloraditado, el amarillo, el verde, el almendrado o un buen tasajo con enchiladas de mole.