Editorial
Ver día anteriorDomingo 11 de enero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Michoacán: estrategia de fracaso
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e acuerdo con cifras oficiales, el escenario de violencia e inseguridad en Michoacán dista mucho de haberse atenuado: la entidad cerró 2014 con un índice delictivo general (34 mil 911 delitos denunciados hasta noviembre) que muestra un repunte respecto de los cuatro años previos, y hace recordar los niveles de violencia observados durante el sexenio anterior, que llegaron a su clímax en 2009, con 41 mil delitos denunciados. Particularmente significativo es el rubro correspondiente a los homicidios dolosos, cuya tasa en Michoacán se mantiene desde 2006 en niveles superiores a la media nacional, si bien en algunos ayuntamientos, como Apatzingán, el indicador se dispara a casi cuatro veces el promedio observado en todo el país, con 57.42 asesinatos por cada 100 mil habitantes.

La persistencia de la violencia e ingobernabilidad que se vive en Michoacán, y que en la semana que concluye se materializó en el enfrentamiento registrado el martes en el propio Apatzingán, con un saldo oficial de nueve muertos, es un mentís contundente a la pretendida normalización de esa entidad, pregonada por el discurso oficial en los meses recientes, tras el supuesto desarme de las autodefensas y la conversión de algunos de sus integrantes en policías rurales. El propio gobierno federal ha acusado recibo, así sea parcialmente, de esa situación, si se toma en cuenta que se ha pasado del tono triunfalista de semanas previas, que aludía a una pacificación de la entidad, a afirmaciones como las formuladas hace unos días por el comisionado federal Alfredo Castillo, en el sentido de que los conflictos en territorio michoacano se encuentran focalizados.

La realidad, sin embargo, apunta a que en Michoacán se padecen los estragos de una estrategia mal concebida que no ha acabado con el flagelo de la delincuencia organizada –muestra de ello es que el principal cabecilla de las organizaciones delictivas que operan en la entidad, Servando Martínez, La Tuta, sigue libre– y que ha propiciado una fragmentación caótica de grupos delincuenciales que han tomado el control y cubierto los vacíos de poder dejados por la criminalidad y el propio Estado. Baste señalar que, ante la aparente desintegración de La familia michoacana y Los caballeros templarios, en la entidad se ha producido un realineamiento en torno a otras organizaciones criminales, como Los Viagras y el cártel de Los H3, entre los que se encuentran miembros de los grupos de autodefensa, supuestamente desarmados por el plan del gobierno federal, y familiares de integrantes de los cárteles michoacanos que operaron durante el sexenio pasado e inicios del actual.

El gobierno federal ha dado una vuelta de tuerca adicional a esta situación al implementar un programa de regularización de civiles armados que implicó reconocer y armar a grupos diversos, incluso antagónicos entre sí, entre los cuales destacan personajes y células que han sido señaladas por sus presuntos vínculos con el crimen organizado, como es el caso de Luis Antonio Torres, El Americano.

El gobierno actual ha tenido más de dos años para corregir esa debacle de la legalidad y el estado de derecho en la entidad, y lo cierto es que no ha dado muestras de capacidad para hacerlo. El supuesto plan para llevar la seguridad y el desarrollo a Michoacán se tambalea entre la violencia cotidiana, la falta de recursos para la aplicación de programas sociales, el desempleo, la pobreza, el abandono de entornos rurales y otros factores de deterioro y rezago que son compartidos por otras entidades del país.

En la circunstancia descrita, el gobierno federal debe entender que más que insistir en la continuidad de un plan que ha demostrado su rotundo fracaso, resulta necesario que las autoridades actúen con prudencia, funjan como factor de distensión en el escenario michoacano y contribuyan efectivamente a una recuperación del estado de derecho en la entidad. Para ello, es necesario no sólo combatir las expresiones epidérmicas de los problemas en materia de seguridad y combate a la delincuencia, sino atender sus causas originarias, emprender acciones sociales y económicas de fondo que modifiquen el caldo de cultivo de la criminalidad y, en lo inmediato, adoptar líneas de acción mejor concebidas y menos contraproducentes que las adoptadas hasta ahora.