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Baladíes, pero eslabones al fin
R

esultaría excesivo (por no decir obsesivo) comentar ahora la biografía J.D. Salinger: Una vida, de Kenneth Slawenski. El comentario parecería convulsivo, una sucesión de pensamientos intrusivos (recurrentes, dementes, persistentes). ¿Y quién quiere leer nada semejante? Nadie. Por tanto, mejor armada de sensatez, prudencia y liviandad que de ninguna perversión, me dispongo a no hacer sino entresacar de este libro documentado, mesurado y argumentado lo que no encontré en lecturas anteriores del inagotable, fascinante y alucinador tema (que me obsesiona de modo recurrente, inherente, persistente) de la vida y la obra de J.D. Salinger.

Extraigo por ejemplo el dato de que Vladimir Nabokov admitió que la literatura de J.D. Salinger influyó tanto en él como para señalar que el cuento Un día perfecto para el pez plátano fue el detonador de su novela Lolita.

O me inclino ante la anécdota de que un lector adinerado, pero sobre todo respetuoso, en honor a una firme y muy loable observancia de la voluntad y petición de J.D. Salinger de que, con el fin de preservar su privacidad se destruyera toda su correspondencia (con su familia, sus amigos, sus editores, sus agentes literarios, con autoridades gubernamentales y/o académicas, con admiradores y, en una palabra, con quien fuera que tuviera en su poder recados escritos del autor), en una subasta compró en la entonces muy alta suma de 200 mil dólares la correspondencia de Salinger con alguien que prefirió lucrar con las cartas que ser leal a la solicitud de su autor de destruirlas, y la guardó, sin leerla y con la prohibición legal expresa de que fuera leída, en la bóveda de la biblioteca de una prestigiosa universidad de Estados Unidos.

Destaco que el apellido de la última esposa de Salinger hubiera sido O’Neill, que coincide con el de su primer amor, de 70 años atrás, amor frustrado y determinante, Oona O’Neill (hija del dramaturgo Eugene O’Neill), que rechazó a Salinger para casarse con Charlie Chaplin (tener sus hijos y sortear su serie de amoríos);

Quiero hacer énfasis en la relación de calidad incondicional que, contra viento y marea (ya fuera del propio Salinger o de las muy diversas circunstancias entre las que transcurrió y se agitó su nonagenaria existencia), se mantuvo entre J.D. Salinger y uno de sus editores en The New Yorker, William Maxwell (admirable escritor del que hablaré por sí mismo en otra oportunidad).

No puedo dejar de lado el gesto de Salinger en la última década de su vida de duplicar o incluso triplicar su propiedad, de por sí enorme, en Cornish, Nueva Hampshire, con fines no tanto de aislarse todavía más en su reclusión ya más que altamente resguardada, como de impedir que las nuevas tierras adquiridas cayeran en manos de constructores con miras voraces a la comercialización del lugar. Si los pobladores de Cornish ya habían aprendido a respetar el aislamiento de su famoso aunque huraño vecino, después de ese gesto que los protegía a ellos de la amenaza del mundanal ruido quizá más que a él mismo (que ya se encontraba más que curado), ahora lo respetaron con mayor conciencia y con mucho mayor gratitud.

Cabe el toque de humor de la anécdota de que, en los años de ansiosa especulación de los lectores del Salinger que había dejado de publicar, corriera, entre tantos otros, el rumor de que su elusivo autor sí estuviera publicando, sólo que bajo seudónimo, y que el seudónimo en cuestión fuera Thomas Pynchon.

Por último, o porque de momento no recuerdo qué otro hecho o qué otra curiosidad comparables a lo ya expuesto podría destacar, quiero registrar que en la biografía de Slawenski me enteré de que Salinger ¡dibujaba! Ahora me explico por qué era capaz de exigir que el diseño de las portadas de sus libros fuera exactamente como él indicaba. Y ahora puedo empezar a especular alrededor de que, si en sus décadas de silencio finalmente no escribió nada, quizás, en cambio, sí dibujó. Y lo que sus lectores/espectadores conoceremos cuando se devele el secreto no será nueva literatura suya, sino muestras de su arte como dibujante. ¿Nos entusiasmará igual que sus escritos?

Anécdotas o incógnitas aparte, invito al posible lector a reflexionar sobre el principio que determinó el adiós de Salinger a los reflectores de la fama, Trabaja en lo tuyo, pero nunca con miras al fruto de tu trabajo.