Opinión
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México parlamentario: 1814 y 1914
I

nducida, genuina e incluso producto de la ficción, la pregunta de Sofía, la niña de 11 años hija de la actriz Karina Gidi, es pertinente: ¿Podemos quitar al presidente? Para una clase política formada en una cultura autoritaria, donde nada puede funcionar si no lo decide el jefe supremo –de donde nuestro ejecutivismo despótico–, la revocación de mandato es tabú.

En una democracia, cualquier crisis de Estado como la que estamos viviendo se resuelve institucionalmente. Vaya, incluso en un régimen presidencial de ímpetus imperiales como es el de Estados Unidos. La resolución del juez John J. Sirica –varias voces lo han señalado– condujo a la caída del entonces presidente Richard Nixon. Mediante el espionaje con fines electorales, el mandatario republicano urdió el famoso Watergate. Cometió fraude y le mintió a su pueblo. Tuvo que decir adiós a la Oficina Oval.

Un ingeniero colombiano, Carlos Arturo Reina, dicta una conferencia en el quinto Congreso Internacional de Historia (lo organiza la universidad pública de Nuevo León). En su experiencia con una de las tribus de indios de Colombia ha recogido una lógica que responde de manera diferente al método y el sentido de la historia: La historia sirve para revelar el futuro.

¿Acaso México tiene un futuro que pueda ser revelado por su pasado?

El poder que entraña el presidencialismo excesivo se codea con la autocracia. Y pareciera ser no sólo la única tradición, sino el único régimen posible. Éste ha producido emperadores prehispánicos, virreyes españoles, un emperador mexicano, otro austriaco, una Alteza Serenísima, dos dictadores, un jefe-presidente, un caudillo que modificó la Constitución para poder relegirse, un Jefe Máximo y numerosos señores presidentes que lo han ejercido con tal fuerza excluyente que han dejado a la democracia fuera del sistema de gobierno.

Tenemos, sin embargo, antecedentes parlamentaristas. Se los ha mantenido en la opacidad, pero el estudio de la representación política de origen parlamentario en el Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, al que hemos llamado Constitución de Apatzingán, y en la Convención de Aguascalientes, puede darnos respuestas válidas a los problemas que enfrentamos los mexicanos a 100 y 200 años de esos episodios.

La representación supletoria, como se asume en el propio texto del Decreto Constitucional, tuvo su primer cuerpo significativo en el Congreso de Chilpancingo. De los votos del Constituyente revolucionario reunido entre esta ciudad y Apatzingán resultó elegida la primera autoridad ejecutiva –tuvo el carácter de un directorio tripartito– del pueblo que luchaba por su emancipación del régimen metropolitano. En el Congreso recaía el máximum de poder, como ha dicho Ernesto de la Torre Villar. Por primera y última vez recibió el adjetivo de Supremo.

La Convención de Aguascalientes, episodio crucial de la Revolución en el siguiente siglo, establecía igualmente, autodenominándose soberana, un gobierno parlamentario: Restringir las facultades del Poder Ejecutivo de la Revolución y de los estados y para ello establecer un gobierno parlamentario, se decía en uno de los puntos de su programa mínimo de gobierno. De las deliberaciones y votación de los convencionistas resultó el primer gobierno revolucionario encabezado por su presidente, el magonista y antirreeleccionista opositor de la dictadura Eulalio Gutiérrez, que al cabo optó por dejar el cargo y el destino de la lucha interfacciones. El militarismo, al que apostaban sobre todo las fuerzas de Villa y Carranza, casi desde el principio hizo naufragar la política.

En el Coloquio sobre el Centenario de la Convención de Aguascalientes, en el Centro Cultural Vito Alessio Robles del gobierno de Coahuila, se abordó el tema a partir de dos libros: el de Vito Alessio Robles (La Convención Revolucionaria de Aguascalientes) y el de Felipe Ávila (Las corrientes revolucionarias y la Soberana Convención, publicado por el INEHRM, con el auspicio de diversas instituciones).

Ávila profundiza respecto de la asamblea de ese Estado que pudo haber sido y no fue; avanza, además, nuevas interpretaciones sobre las vicisitudes por las que atravesó el pacto de las tres fuerzas principales de la Revolución: el Ejército Constitucionalista, la División del Norte y el Ejército Libertador del Sur.

El autor hace comprensibles, a la luz de su análisis, las causas por las que fue derrotado ese pacto y cómo, desde una nueva visión de los vencidos, las elaboraciones de factura zapatista sientan las bases más pulidas del nuevo régimen que recogerá, en cierta forma, el Constituyente de 1917; a diferencia, debe decirse, del terco poder unipersonal defendido por Carranza y sus seguidores, herencia porfiriana en la etapa de la lucha armada y secuela de la misma cepa en la del régimen posrevolucionario y su retoño neoliberal.

Si ha de prosperar una nueva revolución –esperemos que sea lo más aterciopelada posible–, el proyecto nacional deberá referirse a la Constitución de Apatzingán y a la Convención de Aguascalientes. En ambos casos se trataba, no siempre con tino, de limitar al poder (federal y de los estados) del titular del Ejecutivo. Por una razón evidente: quienes lo habían ostentado eran unos déspotas. Hoy volvemos a lo mismo.

No puede, pues, diferirse el trabajo sobre un nuevo orden social y constitucional para la nación. Los partidos, que mucho nos deben, tendrán que compensarnos con aportes a la altura de la hora que vivimos.