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Para normalistas la toma de camiones de viaje de prácticas devino en historia de terror

La justicia no va a llegar, aunque la busquemos, lamentan en Ayotzinapa
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Al comenzar el ataque a los normalistas de Ayotzinapa por parte de policías de Iguala, militares no acudieron en auxilio de las víctimasFoto Lenin Ocampo
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El alcalde de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, señalados como responsables de ordenar la agresión en contra de los estudiantes, el 26 y 27 de septiembre pasadosFoto Ap
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Los 43 normalistas de Ayotzinapa no aparecen, pese a los reclamos en todo el país y en el mundoFoto Reuters
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Periódico La Jornada
Domingo 26 de octubre de 2014, p. 6

Chilpancingo, Gro., 25 de octubre.

Los normalistas de Ayotzinapa no fueron a botear a Iguala. Fueron a tomar autobuses porque en Chilpancingo se los impidieron la policía estatal y el Ejército.

La multicitada cabeza del Diario de Guerrero, Por fin se pone orden, no se refiere a la barbarie de Iguala, sino al hecho de que Chilpancingo se salvó de que los estudiantes de Ayotzinapa tomaran nuevamente autobuses en esta ciudad: La sola presencia de elementos de las fuerza estatales y del Ejército federal disuadió a los estudiantes en su enésima intentona de robar autobuses en la entrada de la central camionera de esta capital, dice la nota de marras, publicada el 27 de septiembre.

Por eso los estudiantes fueron a Iguala donde, tras hacerse de dos camiones en la terminal de la cuna de la Independencia, a nueve cuadras del palacio municipal, tomaron la calle Juan Álvarez, salida obligada hacia el Periférico.

Así que pasaron a un costado de la plaza de las Tres Garantías, a una cuadra, larga, del lugar donde José Luis Abarca Velázquez y su esposa estaban en un baile, pero nunca se bajaron ni pretendieron boicotear el acto. Iban de salida, y con urgencia, porque el chofer del autobús que habían abordado en la caseta se resistió a la toma y llamó a sus compañeros y luego a la policía, que terminaría levantando a 43 jóvenes.

En este apretado recuento, la historia comenzó la tarde del 26 de septiembre, hace justo un mes, cuando los muchachos de primer grado se encontraban trabajando en la parcela. Nos fueron a avisar que teníamos que dejar el trabajo e ir a una comisión, cuenta uno de ellos.

El plan era conseguir los autobuses para trasladar a los alumnos de cuarto grado que irían de prácticas a las costas guerrerenses y, luego, ocupar las unidades para trasladarse a la marcha conmemorativa del 2 de octubre en la ciudad de México.

La policía estatal se enteró de algún modo y bloqueó la terminal de Chilpancingo. Poco después llegó una patrulla militar. La presencia de ambas fuerzas hizo a los estudiantes desistir de su intento.

Decidieron ir a Iguala, en dos autobuses tomados previamente. Viajaban alrededor de 80 jóvenes, aunque no conocen el número exacto porque no suelen hacer relaciones exactas de los participantes en cada operativo.

En el crucero que conduce a Huitzuco, los camiones hicieron alto. Los pasajeros de uno de ellos fueron comisionados para tomar un camión en ese punto. Le hicieron la parada a uno y subieron. El otro autobús se fue de frente hasta la caseta.

Ya en la terminal de Iguala, el chofer se opuso a la toma, envalentonado por la presencia de otros conductores y de la línea de camiones. Los estudiantes pidieron refuerzos, y entre todos lograron sacar dos autobuses más.

De acuerdo con los testimonios de varios estudiantes, las patrullas municipales comenzaron a seguirlos tres cuadras adelante de la terminal, es decir, antes de que pasaran cerca del punto donde María de los Ángeles Pineda Villa hacía su acto de precampaña por la presidencia municipal.

Desde ese punto, los policías municipales comenzaron a tirar al aire, pero sólo bloquearon el paso de los autobuses 19 cuadras más adelante, cuando atravesaron una camioneta a su paso.

Varios estudiantes bajaron de los primeros dos autobuses e intentaron mover, a empujones, la camioneta. Los policías se acercaron y ellos los enfrentaron. Aldo Gutiérrez Solano, estudiante originario de Ayutla de los Libres, forcejeó con un policía y logró someterlo. Fue el primero en caer. Según el testimonio de uno de sus compañeros, una mujer policía le disparó. Aldo sigue en el hospital, con muerte cerebral.

Cuando Aldo cayó, comenzó la balacera. Los alumnos que habían logrado bajar se refugiaron en el hueco entre el primer y el segundo camión, y por ello sus testimonios son fragmentos, pedacitos de un episodio que se prolongó una hora y media sin que los militares, que tienen su base a menos de 500 metros del lugar, se aparecieran nunca.

El maestro Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, cree que buena parte de los desaparecidos viajaba en el tercer autobús en la fila, porque los estudiantes que estaban a bordo no alcanzaron a bajar en un primer momento.

Apareció al final la Policía Federal, pero no para auxiliar a los estudiantes, sino más bien llegó a someterlos, a acusarlos de que eran quienes estaban haciendo desmanes, dice Barrera, quien ha escuchado muchas veces los fragmentos de la historia narrados por los ayotzinapos (el término se usa en Guerrero en forma peyorativa pero, tras la acción global, es hora de reivindicarlo como nota de orgullo).

La policía de Iguala era un cuerpo al servicio de los delincuentes. Es de dudarse, por lo que cuentan regidores, periodistas, líderes magisteriales y ciudadanos de a pie en Iguala, que el alcalde hubiera dado más orden que no molesten.

Si dispararon, sometieron y levantaron a los estudiantes, piensa Barrera, fue porque no sabían que se trataba de estudiantes de Ayotzinapa. “Porque no actuaban bajo la lógica policiaca, sino bajo la lógica delincuencial: ‘Si son puros jóvenes pelones, pues vienen a disputar la plaza’”.

Al rescate de los caídos

La noticia llegó rápido a la normal de Ayotzinapa.

Mataron a un compañero, les dijeron a varios estudiantes que no habían ido a la comisión.

En varias camionetas agarraron camino a Iguala. Jesús, uno de los que viajaron al rescate, tiene una razón adicional para no dar su nombre: es familiar de un normalista asesinado en las represiones de años anteriores.

Adelante del crucero de Santa Teresa, donde fue atacado el equipo de futbol Los Avispones, el nuevo grupo de estudiantes se topó con un vehículo de doble rodada atravesado y unos hombres con cuernos de chivo. ¡Deténganse, hijos de su puta madre!, les gritaron, pero el muchacho al volante aceleró. Jesús no sabe aún por qué no les dispararon.

Más adelante, debajo de un puente, se toparon con un autobús baleado. Bajaron a ver. No había nadie. Ellos no lo sabían, pero sus compañeros que viajaban en ese camión, que se había separado del grupo atacado en las cercanías de la zona militar, estaban desperdigados en los cerros cercanos.

Como pudieron, porque ninguno de ellos conocía las calles de Iguala, llegaron a la terminal de autobuses, ya pasadas las 11 de la noche. Pidieron a varios taxistas que los guiaran al lugar de la balacera, pero ninguno quiso ayudarlos.

Al fin, una señora les dio indicaciones y pudieron llegar al sitio donde sus compañeros habían sido atacados por policías municipales y donde otros habían sido levantados.

Estuvieron poco tiempo ahí. Habían llegado reporteros que hablaban con los estudiantes y con maestros de la Ceteg (Coordinadora Estatal de los Trabajadores de la Educación de Guerrero) que acudieron a ayudar a los normalistas.

Jesús cuenta que vio cómo se detuvo una camioneta Lobo de color gris, de la que descendieron tres hombres. Tiraron primero al aire, pero el primero en bajar, que se había puesto en cuclillas, comenzó a tirar a matar.

Daniel Gallardo Solís, estudiante de 19 años originario de Zihuatanejo, cayó al lado de Jesús. “Pidió ayuda, quise regresarme, pero no pude.

Yo creo que cambiaron cartucho, porque nos volvieron a rafaguear. Salimos después de un ratito, porque un chofer nos dijo que nos fuéramos porque podían regresar. El compañero ya no gritaba, ya había fallecido.

Jesús y otros de sus compañeros treparon a la azotea de una casa y calcula que estuvieron ahí unas cinco horas, bajo la lluvia. Él bajó rengueando porque una varilla suelta se le enterró en la pierna, cuando llegaron nuestros compañeros con unos policías ministeriales y nos llevaron a declarar.

Al salir, iban contando los muertos y los heridos.

Calla Jesús.

Eran como las tres de la tarde. Nos dijeron que a un compañero se lo estaba comiendo un perro.

Era Julio César Mondragón, El Chilango, a quien, vivo, le sacaron los ojos y le arrancaron la cara.

Jesús sabe que por el caso de su familiar no hay nadie en la cárcel. Por eso dice ahora: La justicia no va a llegar, aunque la busquemos.

La inteligencia de la maña

El 16 de octubre apareció una narcomanta en la ciudad de Iguala. La firmaba El Choky.

La manta, rápidamente retirada por las autoridades federales, señalaba a los responsables del ataque a los normalistas: los hermanos Casarrubias Salgado, los hermanos Benítez Palacios, seguidos de una lista de nombres y apodos.

Enseguida ponía el dedo a los alcaldes y directores de Seguridad Pública de Taxco, Ixtapan de la Sal, Iguala, Tepecoacuilco, Cocula, Teloloapan y Apaxtla. Junto con todos los policías, seguía el mensaje, “son el grupo que conforma Guerreros Unidos”.

Al día siguiente de la aparición de la manta fue detenido Sidronio Casarrubias Salgado, quien fue identificado por la Procuraduría General de la República (PGR) como jefe máximo del cártel Guerreros Unidos.

El 19 de octubre, el gobierno federal anunció que tomaba el control de los municipios arriba mencionados –con excepción de Tepecoacuilco– y otros más, hasta sumar 13.

En el mensaje de El Choky se involucraba también a quien en Guerrero se identifica como el segundo de a bordo en el grupo político del ex gobernador Rubén Figueroa Alcocer, Héctor Vicario Castrejón.

Durante el gobierno de Figueroa, Vicario, actual delegado de la Secretaría de Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano federal, desempeñaba el papel que hoy toca a Ernesto Aguirre, sobrino del gobernador.

Como prueba de que no tiene ningún vínculo con la delincuencia organizada, Vicario dedicó varias horas, el 17 de octubre, a decir en la radio local que él tuvo que sacar a su familia de Huitzuco desde que en 2000 secuestraron a su padre y destruyeron sus propiedades en ese municipio y en Iguala.

Vicario, por cierto, fue padrino de una generación de estudiantes de Ayotzinapa hace unos cinco años.

Hay que agregar el dato: para quienes piensan que los alumnos de Ayotzinapa son una masa a las órdenes de una guerrilla: la generación de Gabriel Echeverría de Jesús, asesinado de un tiro en la cabeza en 2011 en la Autopista del Sol, tuvo como madrina a la secretaria de Educación de Ángel Aguirre, Silvia Romero, quien, para más señas, es originaria de Iguala.

Lo que sucede es que cada generación tiene un comité que organiza los festejos de egreso, y no sabemos por qué esos compañeros decidieron así, dice un miembro del comité actual.

El via crucis

“En Ayotzinapa sólo sabemos nuestros nombres cuando nos conocemos de antes; aquí yo soy Relax, por tranquilo”, dice el jovencito de primer grado que sirve de guía en la escuela. Todavía se ve pelón mientras señala, en el corral: Esa gallina yo la traje.

Relax dice que no estuvo en el ataque porque iba en otro autobús que se apartó del convoy. Igual les salieron al paso tres patrullas. Los policías bajaron y los encañonaron. Les gritábamos que nos dejaran en paz, al mismo tiempo que oíamos cómo pedían refuerzos por radio. Los muchachos echaron a correr a los cerros cercanos. Cuando volvieron, el camión estaba lleno de agujeros y con las llantas ponchadas.

En ese momento, aunque Relax no lo sabía, comenzó un via crucis para 43 familias. Y también el novelado derrumbe de la clase política.