Opinión
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Mar de Historias

El mago

D

urante 16 horas disfrutamos de una tranquilidad que hacía mucho no experimentábamos. Sentir nuestras necesidades cubiertas al menos en lo inmediato nos volvió optimistas, amigables, conversadores. Si durante esa tregua hubiera aparecido alguno de nuestros vecinos –aun Bruno, el más antipático– lo habríamos tratado con amabilidad.

No se presentó nadie, así que disfrutamos en familia de nuestro buen ánimo y hasta nos dimos el lujo de hacer planes: convencer al casero, pagarle a mi tía Delfina, cambiar los tanques de gas, meterle doble chapa a la puerta. Realizaríamos todo eso gracias a Daniel.

I

Daniel es mi hermano mayor. Inteligente, simpático, a todo el mundo le cae bien y es muy exitoso con las mujeres –hasta con la suya, que le soporta sus borracheras y sus infidelidades. Mi cuñada Sandra lo idolatra, le ha dado tres hijos y le tiene una fe ciega. Por locos y absurdos que sean los planes de su marido a ella le resultan viables.

En este sentido a todos nos ocurre lo mismo con Daniel. Cuando estamos en situaciones críticas –sin un centavo, con el casero reclamándonos las rentas atrasadas, mi padre empleado a medias y yo sin trabajo– Daniel inventa salidas que le permitirán a la familia sobrevivir y a mí realizar mi sueño: continuar mis estudios de veterinaria.

Su entusiasmo nos contagia, nos salva de la realidad y del pesimismo. Esta es la mejor prueba de que el éxito de Daniel, en medio del desastre que es su vida, se debe a lo que mi primo Antonio llama don de verbo. Sí, mi hermano habla muy bien, lástima que no se haya valido de ese talento para abrirse camino en el mundo de la abogacía, la política o el magisterio. Cuando se lo decimos se ríe y se menosprecia que da gusto llamándose desde pobre imbécil hasta fracasado de quinta.

No lo sería si al menos aceptara permanecer en un trabajo lo suficiente para ganar posiciones y si fuera menos descuidado con el dinero. Cuando le pagan en efectivo lo gasta enseguida, como si se avergonzara de tenerlo; si recibe un cheque, lo deja en cualquier parte, lo olvida o lo guarda en el bolsillo de alguna camisa. A esto se debe que varios de esos documentos se hayan deshecho en el lavadero.

II

La estabilidad no es ni siquiera el último rasgo de su carácter. De pronto Daniel empieza a ponerse nervioso y a sentirse sofocado por todo, hasta por el amor de su mujer y de sus hijos. Entonces busca y encuentra –es posible que invente– oportunidades de trabajos muy buenos en algún punto de la República y se va, prácticamente sólo con lo que lleva puesto, un pasaje de camión y la promesa de que en cuanto disponga de algún dinero nos mandará regalos. Como lo cree anota en una hoja de su agenda nuestros nombres y lo que deseamos que nos traiga. Sandra sólo le pide que regrese y él, emocionado, le revuelve el cabello y le acaricia la mejilla.

Por lo general Daniel viaja los sábados temprano. De ese modo podrá descansar el domingo y el lunes entrarle duro a la chamba. El viernes anterior a su partida nos desvelamos oyéndolo explicarnos lo que piensa hacer. ¿En dónde? ¿En qué compañía o empresa, en qué puesto? Nunca nos lo aclara y terminamos concentrados en sus proyectos.

Ya tarde, mi madre invita a mis sobrinos a que duerman con ella y con mi padre en la colchoneta que siempre les tienden en el piso. Los niños aceptan encantados pero Sandra dice que no está bien porque son muy latosos; pero al fin, iluminada, autoriza que sus hijos pasen la noche con sus abuelos. Al cabo del trajín viene el silencio. Después la casa se llena de gemidos y rumores.

III

Durante los primeros días, la ausencia de Daniel vuelve a Sandra más lenta, aprensiva y muy apegada a sus hijos. El resto de la familia afronta la situación gracias a la carga de optimismo y fortaleza dejada por mi hermano, que en realidad nunca se va del todo: lo recordamos a cada rato y, pese a las malas experiencias anteriores, planeamos una fiesta para el día en que regrese triunfal.

Conforme pasa el tiempo y ante la falta de noticias, el panorama cambia. Sandra descuida su aspecto, se muestra inapetente, colérica y demasiado estricta con sus hijos. Mi padre califica el viaje de Daniel como otra de sus locuras y saca a relucir las muchas ocasiones en que, por apoyarlo, contrajo deudas. Mi madre se pregunta de dónde habrá salido su hijo mayor tan desobligado y lamenta no haberlo corregido antes de que se convirtiera en lo que es: aprendiz de todo y maestro de nada.

Ese comentario desata los ocultos rencores de Sandra que, sin miramientos, le reclama a mi madre haber sido tapadera de los amoríos de mi hermano y la hace responsable de que Daniel sea un desobligado incapaz de rentarle ni siquiera un cuarto redondo. Mi madre no se queda callada: le recuerda a Sandra que, como vecina de nosotros, sabía muy bien la clase de hombre que es Daniel y sin embargo siempre andaba meneándole la cola hasta que logró atraparlo; y que si tan a disgusto está en la casa, que se regrese a vivir con sus padres, a ver si ellos pueden mantenerla. Asustados, mis sobrinos se aferran a Sandra y ella los abraza como si quisiera tatuárselos.

En esas situaciones no tomo partido, sólo quiero tranquilizar a mi madre pero no lo consigo: llora y asegura que si la situación la mortifica es por sus nietos, a los que adora y sin los que no podría vivir. Mis sobrinos corren a abrazarla y le dicen que no quieren apartarse de ella. Al mismo tiempo Sandra les pide calma: no se irán, en nuestra casa van a esperar a que mi hermano vuelva. La escena termina siempre con la misma pregunta: Niños: ¿quieren cenar? La respuesta es invariable: Abue: ¿nos compras una pizza?

Con el amanecer llega la realidad: malas caras, desgano, olor a comida recalentada y ropa húmeda, recelo. Acorralados, empezamos la búsqueda de soluciones rápidas para cubrir las necesidades más inmediatas. A mi papá no le queda más remedio que presentarse en la carnicería donde siempre lo ocupan por ser muy buen tablajero. Como no hay nada más que empeñar, mi mamá va a la casa de mi tía Delfina y le pide otro préstamo. Sandra y yo nos quedamos para atender los quehaceres de la casa.

IV

Este jueves, como a las cinco de la tarde, estaba lavando la estufa cuando Sandra se me presentó con un cheque en la mano. Le pregunté de dónde lo había sacado y me dijo que acababa de encontrarlo en una chamarra de mi hermano. El documento al portador era por 6 mil pesos y tenía la fecha 5 de agosto, por lo tanto estábamos a tiempo de cobrarlo.

Para mis padres el hallazgo del documento fue un alivio. Hicimos planes: el casero, los tanques nuevos, la chapa doble... Hablamos de mi hermano, lo elogiamos. Sandra dijo que viviría con él hasta en un basurero. Yo agradecí su interés fraternal en mis estudios. Mi madre lo encomendó de nuevo a la Virgen de Guadalupe. Mi padre abandonó la mesa y se fue a la cama: pensaba acompañar a Sandra al banco muy temprano.

El viernes estaban a punto de salir cuando mi padre se detuvo en la puerta y nos leyó la fecha de expedición del cheque: 7 de agosto de 2009. En un segundo nuestra vida volvió a ser una cadena de imposibles, pero antes vivimos l6 horas de felicidad. En cierta forma se la deberemos siempre a mi hermano. Se lo contaré todo cuando él vuelva. Porque él sí volverá.