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La dictadura perfecta
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Fotograma de la realización del director Luis Estrada
L

a coyuntura perfecta. El realizador Luis Estrada había concebido una trilogía de películas sociales que fueran alegorías de la realidad política en México (La ley de Herodes, 1999; Un mundo maravilloso, 2006; El infierno, 2010; sátiras de los sexenios en turno). Esa realidad política finalmente dio para mucho más.

A dos años de iniciado el gobierno de Enrique Peña Nieto (con el regreso de un PRI que en realidad nunca se fue del todo, habiendo dejando durante dos sexenios como administrador temporal del desastre a un partido de la derecha incompetente), el retrato fílmico del sexenio actual puede trazarse antes de que concluya. El clima dominante es de todos conocido: corrupción generalizada, impunidad intocable, colusión de gobernadores con el crimen organizado, signos evidentes de ingobernabilidad e inseguridad crecientes, y sobre todo, una manipulación mediática capaz de transformar ese infierno cotidiano en un edén de oportunidades.

En cada una de sus cuatro más recientes realizaciones, Luis Estrada ha sabido encontrar y aprovechar al máximo la coyuntura política, social y mediática perfecta. Nada parece detenerlo o rebasarlo en su empeño de denunciar las lacras del sistema político mexicano, excepto tal vez la propia vorágine mediática que, con el auge de las redes sociales y la comunicación instantánea, puede volver obsoleta, a golpes de tweets, caricaturas y memes, el lenguaje tradicional de la sátira política, mismo que en el cine corre el riesgo muy real de volverse acartonado y obsoleto. Nadie imagina que en tiempos de la revolución tecnológica la sátira social fílmica pueda seguir aferrándose a la tradición y formas de una carpa política. Posiblemente sea ese universo de la contestación juvenil y del choteo político de diseminación inmediata el tema de la próxima cinta del infatigable Estrada.

Por lo pronto, La dictadura perfecta señala lo que todo mexicano conoce: la capacidad de la televisión de manipular la realidad y promover hasta la silla presidencial a cualquier personaje anodino. Y también, algo que el público infiere, su poder de anestesiar la conciencia crítica ciudadana hasta el punto de generalizar el conformismo político y favorecer una apatía perfectamente rentable. Su poder es, en efecto, desmesurado: “La televisión encumbra, deshace y rige el destino de un país (…), convierte en héroes a los conductores de noticieros, en verdugos a los manifestantes y a los huelguistas, y en primeras damas a las actrices de telenovela” (Elena Poniatowska, noticiero Televisa, septiembre 2013, en You Tube). La estrategia de Estrada y su guionista Jaime Sampietro es muy clara: responder a las embestidas mediáticas con golpes de idéntica naturaleza.

De nada sirve, ha señalado el cineasta, hacer películas que nadie o muy poca gente va a ver. Películas de corte político, se entiende. La eficacia se centra hoy en sátiras en tono de farsa, muestrarios de la aberración dominante con un catálogo fílmico de apariencia igualmente aberrante en el que todos reconozcan y se confronten con la realidad política que la televisión oculta, manipula o distorsiona, a menudo con la anuencia pasiva de sus más fieles espectadores. Un cine de la provocación que en el pecado lleva la penitencia, pues al adecuar su lenguaje a las formas populares que juzga más eficientes, sacrifica sutileza, rigor y profundidad de análisis. Responde a la farsa cotidiana con estereotipos y caricaturas que por su misma acumulación se vuelven previsibles y extenuantes. Contrata actores y actrices de televisión para incursionar más a fondo en el medio cuestionado y atraer al cine a ese público televidente que en nuestro país es mayoría abrumadora.

En La dictadura perfecta la pantalla chica se incorpora a la grande y remeda el formato de un noticiero llamado ahora 24 horas en 30 minutos. El duopolio televisivo se transforma en Televisión Mexicana y todas las telenovelas se concentran en un título emblemático Los pobres también aman. Todos los gobernadores, de los tres partidos dominantes, comparten de algún modo el perfil del gobernador corrupto y arribista Carmelo Vargas (Damián Alcázar), renuente a renunciar a su cargo, acusado de complicidad con los narcotraficantes, demagogo y prepotente, simpático a sus horas y despiadado cuando no queda de otra.

Se alude jocosamente, y de modo apenas velado, a la actualidad de los últimos años: el escándalo de la niña Paulette, el montaje televisivo en el caso de Florence Cassez, el soborno expuesto en vivo a un René Bejarano, la denigración orquestada de un líder político de la oposición (un Mesías, para más señas, interpretado por Joaquín Cosío), y un largo elenco de esas caricaturas en las que hoy se han convertido la mayoría de los hombres políticos. En cuanto a la televisión oficialista, la definición final la ofrece con claridad meridiana un personaje: No cabe duda que el cinismo es la línea editorial de su empresa. De tal padre, tal hijo, no cabe duda.

Twitter: @CarlosBonfil1