Opinión
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El coco
¡P

órtense bien o viene el coco! Los guajolotones recordarán ese tipo de amenazas infantiles que padecimos los que fuimos niños antes de la era del Internet.

¿Quién era el coco? No lo se, pero nos infundía temor, al igual que los fantasmas y aparecidos que poblaban muchas de las leyendas y cuentos que nos contaban.

Las leyendas han transmitido a través de los siglos mitos, creencias y costumbres. También las encontramos en los antiguos nombres de las calles, muchos de ellos inspirados en leyendas que frecuentemente se derivaron de un hecho real.

Buena parte de las calles del Centro Histórico del Distrito Federal tienen placas de azulejo en las esquinas, con la antigua denominación. Hurgando en las obras de grandes cronistas, como José María Marroquí, Artemio del Valle Arizpe y Luis González Obregón, hemos conocido el origen de muchos de los apelativos que nos permiten conocer la historia de la vieja ciudad de México.

Alguna vez hablamos del nombre de la tercera calle de la Soledad, que hasta el siglo XIX se conocía como La Machincuepa (maroma), por un hecho que fue conocido de toda la ciudad y que los antiguos cronistas describen como tragicómico: corría el año de 1714 cuando llegó a la capital de la Nueva España don Mendo de Quiroga, marqués del Valle de Salado, septuagenario con gran fortuna, por lo que fue recibido con todos los honores por el virrey y la corte, que eran especialmente hospitalarios cuando había de por medio talegas de oro y plata.

Todo parecía felicidad, pero he aquí que el marqués sufría dolorosa gota, que frecuentemente lo mantenía en cama y le amargaba el carácter, tornado insufrible su trato. Un día llegó de España la noticia que su hermano había fallecido súbitamente, dejando en la horfandad a una hija, que tenía fama por su belleza, y no había quien viera por ella. El tío, generoso, la mandó traer a la ciudad de México.

Era cierto que la doncella de nombre Paz poseía deslumbrante hermosura, pero tenía el mismo carácter del marqués, y sin el pretexto de la gota, por lo que la dulce compañía que el tío esperaba fue más bien de pesar, pues era quejumbrosa y de malos modos.

No ignoraba el marqués el deseo de su sobrina de que muriera cuanto antes. El destino complació a la joven, porque al poco tiempo el tío falleció. Ella sabía que era la heredera universal, lo que incrementó su arrogancia. Llegó el día de la lectura del testamento y cual no sería su sorpresa al conocer los términos del documento: Dejo a mi sobrina Paz toda mi fortuna consistente en bienes y dinero, pero a condición de que pague todos los tormentos que me hizo sufrir en vida, pues de otro modo ese legado pasará íntegro a la orden de San Francisco y a la de los Mercedarios, por partes iguales. La condición: Paz saldrá de casa en coche descubierto, atravesará las calles de Plateros y San Francisco y en el centro de la Plaza Mayor, sobre un tablado puesto al efecto, y habiéndolo anunciado previamente y ante todos cuantos espectadores se reúnan en pleno mediodía, dará una machincuepa. De lo contrario, mi herencia irá a las órdenes que fueron de mi devoción mientras he vivido.

Indignada, se rehusó, pero finalmente pudo más la ambición y una mañana ante una multitud que abarrotaba la gran plaza, descendió de un carruaje jalado por finos caballos, subió al tablado, se desgarró el lujoso vestido, se soltó la cabellera y con asombrosa agilidad dio fenomenal machincuepa. Una carcajada general y muchos aplausos la festejaron. Humillada y despreciada por su altivez y codicia, después de recibir la jugosa herencia regresó a España, donde vivió y falleció rica y solitaria. La calle donde habitaba con el tío quedó bautizada por el pueblo como La Machincuepa.

¡Vamos a comer! En San Ildefonso 40 se encuentra La Casa de Tlaxcala, que tiene en el lindo patio un restaurante con sabrosa comida de la entidad: el pollo tocatlán preparado con tomatillo y envuelto en mixiote, el caldo de haba, tortitas de huauzontle y la espuma de agave de postre.