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No sólo de pan...

De historia humana 2

R

esumen de una fracción del libro encargado por la Unesco Los alimentos que construyeron la historia de la humanidad, en prensa la versión en español.

Comentarios sobre mi precedente entrega me obligan a precisar lo siguiente: una cosa es que los científicos encuentren rastros de la historia humana y los fechen en función de técnicas que no discuto, y otra es que sus datos paralicen el motor del conocimiento descalificando la imaginación (que no fantasía) deductiva e inductiva, las que a final de cuentas han sido procesos iniciadores de la ciencia. Si, como asentamos, el ser humano no podía ser viable sin azúcares lentos y estos se encuentran sólo en el mundo vegetal, habiendo sido domesticados principalmente los cereales y los tubérculos feculentos en formas de cultivos ad hoc que determinaron las distintas civilizaciones de la historia, ello no quiere decir que los cereales silvestres, incluido el arroz salvaje, los tubérculos y frutos secos harinosos como la castaña, la bellota, los piñones belinjo (Gnetum gnemon) de Indonesia o la médula de palma sagú (Metroxylon sagues) no hubieran sido descubiertos e ingeridos por los humanos incluso antes de utilizar el fuego. Por otra parte y retomando el tema de la domesticación de los cereales que, por economía de lenguaje y no en términos botánicos engloban varios autores bajo el vocablo triticum, decíamos que la excepción a los monocultivos se dio en el Egipto antiguo, donde al menos hace 9,500 años producían un tipo de almidonero y cebada en un sistema de plantas asociadas y renovación natural del suelo gracias a las cíclicas crecidas del Nilo.

Con excepción de éste, los pueblos del trigo practicaron monocultivos que agotaban la tierra en pocos años siendo obligados a desarrollar tecnologías compensatorias como la rotación y el barbecho, luego extendieron las áreas de cultivo y requirieron, para complementar la mano del hombre, de herramientas como el arado y después la tracción animal, descubriendo las propiedades fertilizantes de sus excrementos. Pero cuando con todo, la disponibilidad de tierra no satisfacía las necesidades de la comunidad, los pueblos del trigo invadieron tierras, desocupadas o no, desatándose un proceso que comenzaría con invasiones pacíficas y terminaría en guerras que exigieron el desarrollo de armas cada vez más eficaces. Así, la historia de Occidente es la del expansionismo y del desarrollo tecnológico para la vida y la muerte, lo que le dio una superioridad de recursos sobre el resto del mundo. Y su superioridad material le convenció de la validez universal de sus principios ideológicos y de su deber de imponerlos con una visión maniquea de desarrollo contra atraso o estancamiento. De modo que una sincera convicción de pueblos pretéritos en que la tierra no alcanza en nuestro Planeta y de que siendo a la vez pródiga y estéril el hombre debe luchar contra la naturaleza para sobrevivir, fue convertida en dogmas que sirvieron a los dirigentes de Occidente para acumular poder y riqueza.

Porque, aun cuando la historia demuestra que la agricultura desarrolló en todos los pueblos del mundo ciencias como astronomía, matemáticas y geometría, botánica, zoología y medicina, entre otras, y que los pueblos del arroz y del maíz produjeron en Asia y América la mayoría de las más grandes civilizaciones de la antigüedad, así como los pueblos de los tubérculos construyeron las andinas y muchas otras culturas en el cinturón ecuatorial (que la mentalidad occidental desprecia), la idea de desarrollo es la expansión que los pueblos del trigo hicieron sobre todas éstas usando tecnologías agresivas: desde Mesopotamia y Persia, los pueblos del Mediterráneo y Eurasia al norte del Trópico de Cáncer, hasta la globalización psíquico-ideológica, de costumbres y consumo, que sostienen la permanencia de la monoeconomía directriz del mundo, de grado o por la fuerza, son los paradigmas del desarrollo.

El mejor ejemplo es cómo, a través de la FAO con la llamada revolución verde, Occidente impuso la disociación de las plantas de cultivos ancestrales mixtos: el arroz del frijol de soya y plantas acuáticas, el maíz de frijoles y rastreras o trepadoras, la papa de la quinoa, el ñame de la palma, todas de hortalizas, raíces y frutos, logrando destruir en muchas partes sistemas que habían probado su eficacia tanto en productividad y resistencia a plagas y a catástrofes naturales como en la conservación de los suelos. E impuso los químicos en fertilizantes, insecticidas y herbicidas, así como las semillas mejoradas (sic) con campañas de descalificación ante cualquier resistencia, como la de acusar a los arrozales acuáticos de ser responsables de efecto invernadero por sus emisiones en gas metano (¡!), culpar a la milpa mesoamericana de improductiva en comparación con el rendimiento de maíz en monocultivos, sin tomar en cuenta la producción total de la biomasa alimenticia que arroja la milpa y, últimamente al declarar que como el arroz índico carece de vitamina A se le restablecerá mediante transgénesis practicada en Suiza ¡cuando esta nueva deficiencia proviene justamente de su producción en monocultivo! (Continuará.)