Opinión
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La evolución de las especies
E

s cautivante conocer como se fue forjando la vocación de un hombre, cuya ideas transformaron la visión del mundo. Ese es uno de los aspectos que nos devela la exposición Darwin, la más completa que se haya llevado a cabo sobre el naturalista inglés Charles Darwin. Más de mil 100 metros cuadrados de espacio del magno Colegio de San Ildefonso ocupan las ocho salas que abordan la vida del científico, su infancia, familia, viajes, investigaciones y cómo fue concibiendo la teoría evolutiva de las especies.

Es un viaje por el acontecer y la mente del naturalista británico y su Teoría de la Evolución, que realizó hace más de 150 años y que cambió para siempre la percepción del origen y la naturaleza de nuestra propia especie. La exposición está compuesta por animales vivos, fósiles, plantas, minerales, artefactos, manuscritos, fotografías, taxidermias, junto a dispositivos interactivos y proyecciones.

La muestra nos permite apreciar los prodigios de la naturaleza que Darwin observó a bordo del barco Beagle, en su largo viaje de cinco años a las islas Galápagos y a otros sitios de América del Sur. Tuvieron el acierto de incluir una sala destinada a la biodiversidad de México, asesorada por José Sarukhán, donde se muestran las especies endémicas y la riqueza excepcional del territorio nacional. En esta sección mexicana se muestran las aportaciones de José Mariano Mociño, el gran naturalista nacional, cuyos trabajos lo sitúan al mismo nivel de Alexander Von Humboldt. En el elegante Patio de Pasantes se montó un pequeño jardín botánico evolutivo.

Un atractivo adicional de la exposición es su sede: el Antiguo Colegio de San Ildefonso, imponente construcción barroca que reconstruyeron los jesuitas a principios del siglo 18.

Tras la expulsión de los jesuitas de los territorios españoles a fines de esa centuria, el edificio padeció usos diversos. Finalmente, poco antes del fallecimiento de Benito Juárez, en 1872, Gabino Barreda le propuso la creación de la Escuela Nacional Preparatoria. Aceptó gustoso, escogiéndose como sede el edificio del viejo colegio jesuita. En 1910 la institución se integró a la recién refundada Universidad Nacional. Por esas fechas se decidió ampliar el inmueble, encargándose la obra al arquitecto Samuel Chávez, quien solo logró concluir el Anfiteatro Simón Bolivar. Dos décadas más tarde, en 1929, una vez lograda la autonomía, la obra se concluyó con el edificio estilo neocolonial, que da a la calle de Justo Sierra.

Unos años antes José Vasconcelos, siendo secretario de Educación, recogió las ideas nacionalistas surgidas de la Revolución e invitó a artistas a pintar los muros de los edificios públicos. Uno de ello fue San Ildefonso, donde Diego Rivera hizo el primer mural al temple en el Anfiteatro Bolívar. Continuaron Fernando Leal, Jean Charlot, Ramón Alva de la Canal, Fermín Revueltas, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.

Otra de las joyas que alberga es el antiguo salón General de Actos, mejor conocido como el Generalito. Conserva la sillería del coro de la iglesia de San Agustín, que tras las Leyes de Reforma se remodeló para albergar la Biblioteca Nacional.

Esta sillería estuvo abandonada por 30 años en una bodega y al enterarse el rector Ezequiel Chávez, ordenó que se instalara en el salón de actos en 1895. Los 152 asientos fueron ejecutados por el maestro tallador Salvador Ocampo, quien realizó una obra excepcional en la que muestra escenas del Antiguo y Nuevo Testamentos. Se aprecia con minucioso detalle la composición de los personajes y el ambiente de fondo; es una auténtica obra de arte. En la cabecera del Generalito está la gran cátedra que fuera el púlpito del colegio jesuita de San Pedro y San Pablo.

El día nublado invita a tomar un tequilita, así es que vamos a la calle de Alhóndiga 26, a la cantina La Peninsular. Tras la desaparición del Nivel, presume de ser la más antigua de México. Hay chamorros, cecina, taquitos dorados y buenas tortas.