Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 6 de julio de 2014 Num: 1009

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La balada de
Gary Cooper

Guillermo García Oropeza

El cuento español actual
Antonio Rodríguez Jiménez

Vista de la Plaza
Río de Janeiro

Leandro Arellano

Querido Prometeo
Fabrizio Andreella

El Canal de Panamá:
una historia literaria

Luis Pulido Ritter

Borges y Pacheco
Marco Antonio Campos

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 
Vista de la Plaza Río de Janeiro Vista de la Plaza Río de Janeiro
Leandro Arellano
Foto tomada de: www.wikiwand.com

Los espacios públicos se colman cada vez más, y acotados por el hacinamiento, la barbarie o la incuria, ven limitadas sus virtudes y posibilidades. Las razones son de doble índole al menos; naturales algunas, provocadas otras. Entre las primeras se halla el crecimiento imparable de la población. El fenómeno no es exclusivo del DF, desde luego. Todas las grandes metrópolis padecen la misma presión. Durante una visita reciente a Londres reparamos en las dificultades para circular por la acera de cualquier calle en el centro de la ciudad, frente al tumulto ambulante.

La más grave entre las provocadas es producto directo de la mano del hombre: la barbarie. Proviene del estado mental primitivo del ser humano y representa el extremo opuesto de la civilidad; la civilidad que adopta su nombre de civitas: ciudad.

Entre los sitios que se afanan por sobrevivir en esta ciudad arrebatada y gris se halla la Plaza Río de Janeiro, espacio emblemático de la Colonia Roma en el centro de Ciudad de México. Creada en 1903, al mismo tiempo que la Colonia Roma, en el cruce de las calles Durango y Orizaba, fue originalmente un terreno donado para crear áreas verdes.

Su primer nombre –nos cuenta Wikipedia– fue Parque Roma, que después mudó a Parque Orizaba. En 1922 fue rebautizada como Plaza Río de Janeiro a iniciativa de José Vasconcelos, entonces ministro de Educación Pública, posiblemente en celebración del centenario de la independencia de Brasil.

A más de un siglo de su creación, la plaza continúa siendo un rincón privilegiado de la ciudad, por su belleza tranquila y el sosiego que priva en el vecindario y contagia al viandante. Junto con esa sensación, el transeúnte se percata de la calma. Es suficiente mirar con cuidado para descubrir la belleza: la plaza alberga luz, sol, una arboleda, vida plena de sus paseantes continuos.

De tiempo atrás mantiene una arquitectura original. El edificio simbólico por excelencia es el llamado de las Brujas, cuyo verdadero nombre es Edificio Río de Janeiro, construido en 1908 por el ingeniero R. A. Pigeon. El centro de la plaza lo domina una fuente monumental que contiene una réplica del David, de Miguel Ángel, ubicado allí en 1976, seguramente por el arquitecto Álvarez Ordóñez. Y, desde luego, la plaza lleva el nombre de la más atractiva ciudad de Brasil.

¿Claroscuros? Como las sombras que se montan a la tarde y tornan difuso el panorama, varios deslices van afianzando su territorio en la hermosa plaza. Algún funcionario aprobó la instalación de unos espantosos juegos infantiles de plástico en uno de sus costados, justo en la ruta cotidiana del Turibús, ocultando la visión de la estatua del David.

En la confluencia de las calles Orizaba y Durango, de poniente a oriente, donde se ubica el único semáforo de la plaza, se transparenta mejor que en cualquier otro signo la barbarie: por lo menos la mitad de los conductores violan los ordenamientos de tráfico, ignorando el semáforo rojo. Otra señal –más desgarradora aún– es que sirve todavía de dormitorio a algunos indigentes: los reos de la desigualdad.

Igualmente penoso es que cada vez más las autoridades permiten, durante los fines de semana, apoderarse de la plaza a comercios o tianguis que privan de espacio al vecindario y limitan las posibilidades de la convivencia. Tan lamentable como el hurto de los espacios de ocio y de recreo es la perversión de quienes autorizan esas actividades. Más que menos, la plaza se llena de basura en pocas horas, en tanto que los responsables de su limpieza se aparecen menos cada día. La plaza, como en otras partes de la ciudad, no cuenta siquiera con un eficiente depósito de basura.

Quién sabe cuántos años hace que se pusieron en desuso aquellos programas de embellecimiento que mantenía el Gobierno de la Ciudad. El mantenimiento actual es deficiente, basta ver la oscuridad que se cierne sobre la plaza apenas el sol se pierde. Las farolas, las lámparas que supuestamente la iluminan permanecen a oscuras por meses. La memoria no recuerda cuántos años hace que coincidieron iluminando juntas.

Cosa diferente es el mercadito de productos orgánicos que cada tercer domingo se instala en un costado de la plaza y con cabal orden y limpieza se levanta de mañanita y se retira antes de cerrar la tarde. Otro espectáculo digno de verse ocurre los sábados, cuando se puebla de castores y gacelas que con sus gritos, carreras y juegos infunden alegría y vitalidad.

La plaza es, también, espacio de concentración de canófilos. Las amistades perrunas se congregan y mezclan a toda hora en un arco iris envidiable: hombres y mujeres, jóvenes y viejos, clase media y no tan media, además de muchos extranjeros. Plaza pública al fin, abre su espacio a la convivencia, al conocimiento de otras personas y al forjamiento de nuevas amistades. Parece allí comenzar la disolución de las fronteras.

La plaza alberga actualmente a un gran poeta, a una escritora y a otras personalidades del mundo cultural, un café, una galería... Un atractivo particular emana del doblar de las campanas de la iglesia de la Sagrada Familia, cuando de mañanita se escuchan los repiques que se han reducido a sólo tres tañidos.

Con pocas excepciones, las ciudades europeas se encuentran entre las más habitables del mundo, no sólo por razones de seguridad. Casi todas califican como las más habitables del planeta en las mediciones de la calidad de vida que anualmente preparan la onu y otras organizaciones. Esa lista incluye también dos o tres ciudades de Australia y Nueva Zelanda.

Esos estudios toman en cuenta varios elementos e incluyen los servicios públicos. Ciertamente en esos países la cultura del pago de impuestos –entre los más elevados del mundo– va a la par de la exigencia de la ciudadanía. Pero entre nosotros no es sólo cuestión de cultura impositiva, sino de civismo en general.

Una palabra puede cambiar el color de la luz o puede extinguirla. La conducta de sus habitantes puede tornar habitable el espacio cotidiano común. La ciudad es nuestro territorio de cada día, y cada ciudad crea su propia forma de vida espiritual.