Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 15 de junio de 2014 Num: 1006

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Burocracia mata ciencia
Manuel Martínez Morales

Tsutsui y el desenfreno
Ricardo Guzmán Wolffer

La vida bajo un toldo
Ollin Velasco

¿Constitución?
Leonardo Compañ Jasso

Procesos electorales:
la reducción de
la democracia

Clemente Valdés S.

Sin paz para Octavio
Rodolfo Alonso

Leer

Columnas:
Perfiles
Abraham Truxillo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Jorge Moch
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Twitter: @JorgeMoch

Rizoma

Los mexicanos estamos acostumbrados a que el presidente mantenga siempre una misma cara. No es común que el mandatario mude rostro, estilo o peinado más de lo que signa el paso del tiempo: canas, algunas arrugas, un tenue matiz de cansancio a pesar de la que suponemos “buena vida”. Apenas se permiten, según dicta quizá alguna de esas muchas reglas no escritas que acotan usos y costumbres de la corte imperial del presidencialismo, modificar de vez en cuando el color del traje o el dibujo en la corbata. A lo más que se ha llegado es a relajar el retrato protocolario cuando se trucó terno en guayabera o las ocasionales apariciones públicas, más para la foto que otra cosa, en manga de camisa o ropa deportiva. Las guayaberas siempre fueron práctica y mediáticamente iguales; las camisas similares. La ropa deportiva incluso hasta de una misma marca. Entonces los presidentes según parece sí modifican atuendo, pero la apariencia personal no. Ninguno, que yo recuerde, ha decidido a medio sexenio raparse, dejarse coleta de caballo, la barba crecida o rasurar un bigote que hasta entonces parecía eterno. Es como si quisieran permanecer inmutables, fieles a sus propios retratos, ésos que cuelgan por miles detrás del escritorio de todo burócrata que se precie.

A Enrique Peña Nieto nos lo vendieron (bueno, lo impusieron) los poderosos consorcios de medios que lo postularon como un candidato bien parecido. La buena salud era algo implícito en la imagen del joven político exitoso. El electorado femenino popular, desde luego y sobre todo en las bases sociales del priísmo, veía la apariencia del mexiquense como un valor agregado. Era guapo. Se veía en plenitud –en lo que cabía esperar con todo y sus mediáticos tropiezos– y sano. Sin embargo, ya desde 2011 Rafael Loret de Mola dijo públicamente que Peña padecía cáncer de próstata. Tres años después, apenas en los cuarenta y siete años, acusa un deterioro inexplicable desde la perspectiva del natural desgaste del ajetreo que supone ser presidente. Las fotografías recientes (y los infaltables collages no desprovistos de crueldad que se regodean con el presunto deterioro) hacen imposible ocultar una fuerte pérdida de peso, el adelgazamiento pronunciado del cuello y aquello que más que afilar facciones por tonificar el cuerpo con ejercicio, parece simplemente demacración. La piel se le ve menos lozana y surcada de arrugas, y hay fotos (que quizá exageraron ese enfoque, ese ángulo con malicia) en que el tono es francamente macilento, ojeroso, de profundo cansancio.

Desde que hace unos meses le fue extirpado un “nódulo” del cuello al presidente, está desatada la rumorología de una enfermedad terminal alimentada principalmente por la opacidad informativa de la salud del mandatario por parte de la Presidencia, que se ha limitado al expedir boletines donde se pondera esa buena salud tan de plano ausente en las fotografías (veo al escribir esto las que se tomó Peña en Cancún hace unas semanas con Kevin Spacey en un encuentro que, por cierto, como el falso autorretrato con la selección nacional de futbol, tampoco fue genuino y casual, sino en agenda y con pago de por medio, pero como sea y volviendo a la foto, comparo el grosor de cuello de ambos y Enrique Peña se ve mal, por no decir famélico). Hay al respecto un grueso cortinaje de disimulo y omisión en casi todos los medios, como afirmó Sanjuana Martínez hace una semana en su columna “Daños colaterales” de la revista Sinembargo: “un país como México, donde los silencios de una buena parte de la prensa son más importantes a veces que el ruido que hacen, es posible leer en ese tupido velo que han colocado para cubrir la salud del inquilino de Los Pinos, que efectivamente la mayoría de los periodistas aplaudidores del régimen no pueden tocar, ni siquiera por encima, el tema de la supuesta enfermedad de Peña Nieto.” Es, en efecto, una omisión deliberada, una frase ausente en los noticieros de las principales cadenas de televisión abierta. Un tema tabú: Peña ha cambiado dramáticamente su apariencia. Aquel lozano candidato es un hombre enflaquecido y lánguido.

Quién sabe si su ya característica ineptitud le venga a Peña Nieto como efecto de una enfermedad o de su tratamiento. O si el asunto se oculta para evitar un enroque presidencial atropellado. Pero queda claro que mucho se procura que no se hable del asunto, mientras incertidumbres y sospechas crecen, subterráneas, y se cuelan en los entresijos de la vida nacional. Y el pueblo, intonso.