Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 15 de junio de 2014 Num: 1006

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Burocracia mata ciencia
Manuel Martínez Morales

Tsutsui y el desenfreno
Ricardo Guzmán Wolffer

La vida bajo un toldo
Ollin Velasco

¿Constitución?
Leonardo Compañ Jasso

Procesos electorales:
la reducción de
la democracia

Clemente Valdés S.

Sin paz para Octavio
Rodolfo Alonso

Leer

Columnas:
Perfiles
Abraham Truxillo
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Dibujo de Abel Quezada

¿Constitución?

Leonardo Compañ Jasso

Caminaba, el otro día, por el Zócalo –también así se llama la estación del Metro de donde pude emerger si no hubiera preferido la de Pino Suárez para caminar todo 20 de Noviembre hasta llegar ahí. De frente, la Catedral Metropolitana, majestuosa, abría a mi vista sus torres y su sagrario y lucía sus cúpulas y el reloj, marcando un sin tiempo capaz de indicarme su irreversible eternidad. A mi derecha, Palacio Nacional, otrora virreinal ahora presidencial, ostentaba la campana de Dolores, cautiva para liberar cada 15 de septiembre, desde don Porfirio Díaz, sus campanas al viento, según la toque el presidente en turno, entre el griterío de la gente que espera sus centavos mientras clama por la Independencia. Y es que no siempre sus campanadas caen como centavos, lo que pone en duda lo dicho por Ramón López Velarde en “La suave Patria.”

Pero decir que caminaba es mucho: toreaba puestos y puestos, ollas y ropa tendida de profes y profas de la cnte instalados como protesta a la reforma educativa de Peña Nieto y sus contlapaches: diputados y senadores, ansiosos de aguinaldo y demás complementos de su dieta para comer, en esta Navidad de 2013, entre familiares y amigos, jugosos pavitos guisados al estilo francés, inglés o mexicano, debidamente acompañados de vinos, champaña, tequila, whisky, cognac y bebidas etílicas de semejante refinamiento, a costa de su traición a la patria: la reforma energética, por supuesto.


Policías federales desalojaron a maestros de la CNTE que permanecían en plantón en la plancha del Zócalo capitalino, 13 de septiembre de 2013. Foto: Alfredo Domínguez/ La Jornada

De pronto, el delicioso olor de unos frijoles me detiene y, al no poderlos probar, me surge una duda, casi como venganza, del recuerdo: ¿Zócalo? Nada resultó de ese pedestal, erigido fallidamente por Lorenzo de la Hidalga para cumplir las órdenes de “Su Alteza Serenísima” Antonio López de Santana, el mismo que vendió a los gringos buena parte del territorio nacional, para conmemorar la Independencia, y lo mismo sucede con el nombre de esta Plaza de la Constitución.

¿Constitución? Hace poco me enteré que se trata de la Constitución de Cádiz, España, antes de la “Independencia”. Incluso, en la Plaza Mayor estuvo el famoso Caballito esculpido por don Manuel Tolsá a petición de Branciforte, entonces (1813) virrey de la Nueva España y en honor de Carlos IV, cornúpeta rey español de la dinastía borbona a la que pertenece el actual y otrora sirviente de Francisco Franco, a quien Dios tenga en sus infiernos.

El hambre produce meditaciones filosóficas severas, sobre todo cuando el olfato invade el aparato digestivo de alguno que, para calmarla, camina por las calles, avenidas, parques, plazas y demás sitios de la otrora Ciudad de México-Temixtitán, ajeno a la codicia ya advertida desde 1554 por don Francisco Cervantes de Salazar, primer cronista de la Ciudad, y por don Bernardo de Balbuena, en su Grandeza mexicana.

¿Constitución? ¿La de Cádiz? La tradición constitucionalista parece que no llegó acá, sino copiada de la gringa que trajo un matemático en días de la “Independencia”, cuando creíamos posible asemejarnos a un pueblo regido por la codicia y, por ende, depredador. No calculamos que la codicia puede ser premio o castigo, según se pertenezca al protestantismo o al catolicismo. En el segundo, además, resulta una perversión cuyo cultivo genera placeres mórbidos, como los actuales del crimen organizado: tortura, muerte y destazamiento. La Santa Hermandad, la Inquisición, como modo de producción para el gozo y retozo yanquis, siempre tan swedenborgianos como El cielo y el infierno, de William Blake.


Integrantes de la Asamblea Nacional por la Independencia de México clausuraron simbólicamente las puertas de Palacio Nacional en protesta por la Reforma Energética Foto: José Antonio López/La Jornada

Mmmmm … un profe me invita a desayunar. No sé qué me vio; si el hambre o el ser profe, pero la keka de chicharrón es deliciosa debidamente acompañada de una agüita de horchata bien fría. Ya en plática participé a los ahí reunidos, otros profes y profas, mi duda y agrego otra: ¿tiene motivo su movimiento? Me miraron no sin cierta burla, unos, y agresividad, otros. Tuve que precisarla para evitar cualquier posible suspicacia: nuestra actual Constitución, la de 1917, constantemente es reformada; incluso en decisiones políticas fundamentales como sucede ahora con los artículos 25, 27 y 28 para ofrecer nuestro subsuelo a las transnacionales. Subrayé que, de esas reformas, unas justifican prácticas que se llevan a cabo y otras sólo dejan en letra un buen propósito, como es el caso del artículo 2º constitucional, modificado en 2001 dizque para consignar los derechos de los pueblos indígenas surgidos de los Acuerdos de San Andrés y la Revolución zapatista.

Una profa, bastante lenguaraz e inteligente, venció su engullimiento para retomar lo que dije, volteármelo y justificar su lucha: “Con mayor razón –argumentó– debemos combatir, pues la reforma educativa a la Constitución prepara un ataque a los profesores que ya se avizoraba desde la instauración del sistema por competencias.” Como no pude responderle en ese momento, de puro coraje mordí otra keka; esta vez, de tinga. Tuve que lanzar una patada a un perro que olisqueaba por ahí.

“Estoy de acuerdo con usted –respondí– en la lucha, pero no puedo aceptar que se consigne en algo que no sirve para nada: la Constitución. Me pregunto: ¿creemos en ella? Sinceramente, no creo.” Me miran asombrados y preguntan cómo puedo pensar de este modo. Y el pinche perro que regresa. Como ya me había terminado mi keka, lo persigo, patadas de por medio, hasta que lo saco.

Respirando con alguna dificultad, de regreso, contesto que nuestro país jamás ha tenido Constitución, porque nunca ha llegado a ser nación. Inglaterra o Francia pueden considerar una Constitución, porque han pasado por el Medioevo, pero nosotros no. En ese tiempo, acá florecían civilizaciones como la mexica y la mixteca. Éramos civilizados y no requeríamos de una Constitución para civilizarnos. Claro, la pólvora venció y continúa hasta hoy.

En eso estábamos cuando nos llega el aviso del gobierno del Distrito Federal: se van porque ya viene el grito de la “Independencia”. De lo contrario, los sacamos. Se miraban sujetos sospechosos alrededor. Me despedí, no sin antes agradecerles la invitación. Tomé la dirección de la calle de Argentina, antes conocida como del Relox, que exhibe restos del Templo Mayor descubiertos por Matos Moctezuma hacia los años setenta del siglo pasado.


Después del desalojo de la PFP a integrantes de la cnte en la plancha del Zócalo Foto: Carlos Ramos Mamahua/ La Jornada

Oigo gritos, golpes, el estallido de bombas molotov y volteo: “anarquistas” contra policías. Considero, distancia de por medio, que en este momento los banqueros, industriales y políticos festejan su triunfo pertinentemente acompañados de viandas y bebidas, en mesas adornadas con florecitas. Las profas y los profes huyen; apenas logran rescatar sus cosas.

¿Orden Constitucional, estado de derecho? Mejor, paso a pasito, a ritmo de “Teléfono a distancia” de Acerina, me fui alejando. Llegué hasta la librería Porrúa y me detuve a ver los libros. Hallé uno, delgadito, de Werner Jaeger, relativo a la justicia platónica en diversos diálogos como “La República”, “Las leyes” y “El político”. Me acordé de Robespierre cuando instauró, guillotina en ristre, la tradición constitucional y de cómo la llevaron a cabo los gringos, desde Tocqueville, preparando la era fordiana a que alude Huxley en Un mundo feliz, preconizadora de la nazi y hitleriana, hoy mejor conocida como postmodernidad o globalización.

Lo compré y leí cerca de San Ildefonso, mientras la turbamulta, lejana, levantaba sus ecos de violencia. ¿El “orden constitucional” es el único orden posible? ¿Por qué?

Acá, cuando la dizque “Independencia”, según consigna don Luis G. Inclán en Astucia, había otro orden de cosas. En ese momento quedó al desnudo la convivencia de dos órdenes, el prehispánico y el medieval, que pudieron generar otro, el nuestro, sin apegarnos al constitucional. Claramente lo vislumbraron fray Servando Teresa de Mier y don Lucas Alamán. La complexión de esta posible nación contaba con huesos hispanos duros de roer, pero con flexibilidad prehispánica: usos y costumbres.

Ya sin rey ni Papa estaban los otrora feudos medievales en manos de terratenientes españoles, dados en enfiteusis a criollos, que debían tratar con caciques indios para poder explotar la tierra, libres de las Leyes de Indias. En la capital, en la ciudad, no obstante, los mestizos, infectados de codicia, dedicados al dispendio y la corrupción, usaban leyes e impuestos; buscaban sustituir la Leyes de Indias, sin pretender siquiera abrogarlas, con las suyas, para conservar su estatus y aliarse a los comerciantes mexicanos y extranjeros.

El panorama descrito por Luis G. Inclán no resulta dispar al percibido por madame Calderón de la Barca –esposa del primer embajador enviado por España al México “independiente”, don Ángel Calderón de la Barca–, en sus cartas iniciadas en 1839 y luego compiladas bajo el título La vida en México. En una, citada por Salvador Novo el 18 de julio de 1959, cuando comenta el trabajo escrito de don Felipe Teixidor al prologar, traducir y preparar la edición para Porrúa, dice:


Uy, qué modernizadora. Cartón de Rocha

Todo aquí nos recuerda el pasado… Es el presente el que parece un sueño y un desvanecido reflejo del pasado. Todo está en decadencia y todo se va esfumando, y tal parece que los hombres confían en un futuro ignoto que quizás nunca verán. Se abandonó un sistema de gobierno y no existe ninguno en su lugar. Que estén alertas, no sea que al cabo de medio siglo despierten del error y se encuentren que la Catedral se ha transformado en sala de juntas, toda pintada de blanco; que las rejas han sido fundidas; que la plata se ha convertido en dólares; que las joyas de la Virgen se vendieron al mejor postor; que el piso ha sido lavado y que todo está rodeado por una nueva y preciosa cerca, recién pintada de verde, y todo ello realizado por algunos de los artistas de la “despierta” y lejana República del Norte.

En efecto, se abandonó un sistema de gobierno y nunca se construyó otro en su lugar; sólo se imitó la constitución gringa y su federalismo… para nuestro mal.

Por eso, quizás, lo mejor puede ser que nosotros, la llamada sociedad civil, retomemos el destino que los políticos y los oligarcas, igual que el crimen organizado, buscan desviar en su beneficio.

“Bara, bara”, oigo a mi paso por la calle que fue del Indio Triste; también: “Es de moda, de novedad.” Y recuerdo la historia detrás: el “Indio Triste” no es otro que Opochtzin, juzgado por fray Juan de Zumárraga –el de la Virgencita de Guadalupe, primer inquisidor de la Nueva España–, condenado a la hoguera por la Inquisición al rebelarse contra los conquistadores. Y me acuerdo porque, según la historia, se sentó en la esquina de la que fue su casa, dilapidada en goces. ¿Hasta qué punto no nos parecemos a él, en aras de una Constitución que jamás nos ha reflejado como nación?