Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 18 de mayo de 2014 Num: 1002

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La memoria de nuestros nombres
Agustín Escobar Ledesma

Edmundo Valadés:
vivir para El Cuento

José Ángel Leyva

El espíritu magonista
en la Casa del Hijo
del Ahuizote

Jaimeduardo García entrevista
con Diego Flores Magón

Esterilidad
Enrique Héctor González

Un fantasma en el
corral de esclavos

Víctor Ronquillo

Bánffy Miklós,
maestro húngaro

Edith M. Massün

Paolo Giordano y
el éxito literario

Jorge Gudiño

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Jornada Virtual
Naief Yehya
Artes Visuales
Germaine Gómez Haro
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
Jorge Moch
Jornada de Poesía
Juan Domingo Argüelles
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

La historia de la imagen

Ricardo Guzmán Wolffer


Íconos del Imperio,
Augusto Isla,
Letras de Querétaro,
México, 2013.

En su mayoría, los ensayos que Isla reúne en este volumen hacen un retroceso a la historia gringa de los sesenta. Frank Sinatra, el cantante, famoso más por sus actuaciones fuera del escenario que por la voz prodigiosa que encantó a millones. Billy Wilder y George Cukor, directores de cine, creadores de sueños basados en verdades a medias. Michael Jackson, la encarnación del sueño blanco. Marilyn Monroe, la diva por excelencia. Jacqueline Kennedy, la “elegante” primera dama, siempre al margen, incluso como viuda. Edgar Hoover, el precursor de los líderes sindicales mexicanos, pero en el fbi gringo, con tan indefendible doble moral que nadie se le acercaba por miedo.

El ensayo sobre las figuras públicas históricas tiene el tino de recordarnos de dónde vinieron muchos vicios, no tanto en las propias figuras, sino en los espectadores. ¿Por qué voltear a la “elegancia” de la Kennedy, cuando en México la estética es distinta, en historia y alcance? ¿Qué hay atrás de la mirada de este ensayista mexicano que habla poco del mexicano como espectador y que disecciona sin piedad a la nación vecina, con sus eternas mentiras y sus elegidos, varios precisamente por vivir en la incomodidad de sí mismos y de esos valores que dicen custodiar? ¿Cómo puede espantarnos o sorprendernos Hoover, cuando en México el más nimio comandante municipal pacta con narcos y delincuentes menores para hacerse de bienes que, en un cerrar de ojos, son “recuperados” por un pueblo “hasta la madre” de violencia? Cierto que los directores gringos, como Wilder o Cukor, bien podrían darnos lecciones de cómo hacer ese cine que apenas será recordado por sus cualidades artísticas, así como mucho de qué hablar sobre valores que sólo existen en el cine que vende, no en la vida de ese pueblo que, entonces y ahora, sacrifica a sus jóvenes en países asiáticos con la mentira de la libertad y la igualdad.

Ensayos bien logrados en precisión y resumen, de conceptos desarrollados con tal suavidad que apenas percibimos la carga de muchas de sus afirmaciones. Quizá, algunos disminuidos por las referencias personales que no aportan al texto ya logrado, pero que en conjunto permiten incluso hacer intercambios: entre la mafia de Sinatra y la mafia de Hoover parece ser más defendible la del cantante; entre Hoover vestido de mujer y Jackson vestido con piel blanca artificial, hay correspondencia; entre lo borroso de la vida de Monroe y la tristeza apenas disimulada de Jacqueline, la divas tienen más de común de lo que quisieran los seguidores de la “elegancia” Kennedy.

Sobrado de capacidades para el análisis, el autor nos deja con la tarea de actualizar esos iconos de mediados del siglo xx gringo, para advertir cómo los vicios en ellos germinados siguen vivos y carcomiendo a millones de personas en todo el mundo; más en una sociedad donde internet y sus implicaciones han hecho viejos a demasiados artistas que, en otras épocas, eran adjetivados como únicos.


La reina roja

Orlando Ortiz


Las siete lunas de la Reina Roja,
Raúl Moncada Galán,
Quadrivium Editores,
México, 2013.

Hace algunos años se descubrió en Palenque una tumba que contenía los restos de una mujer, cubiertos de un polvo rojizo, de ahí que empezara a llamársele “la reina roja”. La novela de Raúl Moncada Galán nació de este hecho, pero se percibe que en ningún momento se propuso hacer una novela histórica.

Hay un personaje, “Moncada Galán” (el escritor que aparece al inicio del libro), que se escurre con habilidad de la historia y argumenta que no es el autor del texto, que éste en realidad es responsabilidad de José Caab Pech, el guía de la zona arqueológica que fue testigo de lo que se narra en las páginas siguientes. Sin embargo, una parte es la que relata Caab Pech, pues en realidad la voz narrativa principal es la de Tz’ak-b’u Ajaw, nombre de la reina roja. Raúl Moncada se libra de esta manera de la “responsabilidad” de ser fiel a los hechos históricos y le abre las puertas a lo fantástico. El primer peldaño hacia ese nivel nos lo da el guía, José Caab, que en una noche de luna llena, mientras furtivamente está consumiendo un carrujo de mariguana, escucha voces, risas, gritos y pasos de una multitud que ocupa la explanada ubicada frente al Templo xiii; es como si de pronto estuviera metido en los tiempos de auge del imperio palencano; luego, antes de que acabe de entender lo que está pasando, surge de la selva circundante un coro de voces femeninas. Ya están dados los primeros pasos en lo fantástico. El siguiente es cuando, antes de que pueda dilucidar si fue una alucinación efecto de la yerba, “sus ojos, guiados por una voluntad ajena miran hacia la cresta del templo y descubren ahí tres siluetas bañadas por la luna. Formas incorpóreas de posibles almas, espíritus o ánimas en pena que flotando bajan la escalinata. Apariciones amorfas que al tocar el suelo se convierten de inmediato en los cuerpos de dos mujeres de diferente edad y un niño”.

Los fantasmas al parecer se convierten en seres de carne y hueso, y la reina Tz’ak-ab’u Ajaw inicia una especie de soliloquio para contar a las estrellas, al viento y a la selva la historia de su vida. Los fantasmas no pueden ver a José Caab, que cerca de las apariciones se enterará de cuanto la reina narre esa noche de plenilunio y en las siguientes seis de luna llena. En los meses subsecuentes, Caab asistirá con puntualidad no exenta de inquietud a las escenas protagonizadas por la reina, pero en las siguientes ya no podrá preguntarse si esas fantasmagorías son efecto de la mariguana, porque deja de consumirla precisamente para estar seguro del carácter de las apariciones.

De esta manera, Raúl Moncada ya instaló a los lectores en un mundo fantástico que en adelante estará solamente salpicado de breves comentarios del guía. Se desarrollan, así, dos historias paralelas: la de José Caab y la de la Reina Roja, que llegará a ser, paradójicamente, un “fantasma de carne y hueso”. Cada plano, cada historia, tiene su lenguaje y en ellos juegan papel importante algunos símbolos pertenecientes a la mitología y mentalidad mayas.

En sus inicios dramaturgo, Raúl Moncada Galán ha publicado varias de sus obras, posteriormente se encaminó hacia el relato y ha publicado cinco novelas y un libro de cuentos; todos ellos muestran su capacidad como narrador.


Bernardo Reyes: el traidor que no quiso ser

Guillermo Vega Zaragoza


Un sueño de Bernardo Reyes,
Ignacio Solares,
Alfaguara,
México, 2014.

¿Qué clase de traidor hubiera sido Bernardo Reyes si da un cuartelazo en contra de Porfirio Díaz en lugar de serle tan leal? Es imposible saberlo, aunque para darle oportunidad a lo imposible existe la imaginación literaria. De acuerdo con la tipología de Denis Jeambar e Yves Roucaute en Elogio de la traición. Sobre el arte de gobernar por medio de la negación (Gedisa, 1990), habría sido un “traidor heroico” de haber derribado la tiranía y conducido el tránsito a la democracia. Estaba convencido de que si algo había que reconciliar en este mundo eran las armas y las ideas. Su hijo Alfonso, el poeta, transcribió sus palabras: “Necesitamos los dos en igual en medida: los libros y las armas. Éstas para poner orden. Y una vez con el orden establecido, los libros para darle sentido a nuestra vida y elevar el espíritu.” Sin embargo, como lo narra Ignacio Solares en su nuevo libro Un sueño de Bernardo Reyes, el general jalisciense nacido en 1849 no quiso sublevarse contra Díaz porque lo idolatraba y era “un hombre de palabra”.

Ya se ha dicho antes: la estatura de un escritor se mide por la manera en que le rinde fidelidad a sus propias obsesiones a lo largo de su obra. El escritor muy pocas veces escoge las obsesiones que lo atormentan; en realidad, las obsesiones son las que lo escogen y lo persiguen. Es relativamente fácil darle seguimiento a las de Ignacio Solares, pues no sólo las ha hecho explícitas, sino que ensaya y propone en algunas de sus obras las ideas y planteamientos que desarrollará con mayor profundidad en libros posteriores.

En el relato “Asesinato del presidente Porfirio Díaz”, incluido en Ficciones de la revolución mexicana, Solares narra lo que podría haber sucedido si el atentado perpetrado contra el otrora “Llorón de Icamole” por un tal Arnulfo Arroyo el 16 de septiembre de 1897 hubiera tenido éxito: Bernardo Reyes habría subido al poder y sido un excelente presidente. Esto es lo que entonces, desde el reino del “qué-tal-si”, Solares especuló (es decir, lo reflejó en el espejo de la imaginación). Sin embargo, la espina ya había quedado clavada y su obsesión por Reyes ha dado como resultado otro conciso relato sobre este malogrado hombre del poder, donde el autor de libros como La noche de Ángeles, La invasión y El Jefe Máximo, utiliza un efectivo recurso, ya manejado en otras ocasiones: una investigación, que emparenta al texto con el ensayo, el reportaje y la crónica (incluso citando en el curso narrativo interpretaciones y valoraciones de otros autores e historiadores), lo que proporciona al lector la sensación de seguridad y autoridad ante los hechos contados (“Esto debe ser cierto”); sin embargo, el autor escurre entre los resquicios de la realidad, de aquello imposible de comprobar históricamente, el pegamento de la imaginación novelística (“Así no sucedió, pero pudo haber sido”).

Bernardo Reyes murió abatido por una ráfaga de ametralladora cuando se encaminaba a tomar Palacio Nacional el 9 de febrero de 1911, día en que inició la llamada “Decena Trágica”. En el fragor de la refriega, el general Reyes cubre con su cuerpo a su hijo Rodolfo para protegerlo de las balas. Ese es el momento elegido por Solares para arrancar su narración: ante los ojos del general Reyes desfilan los principales momentos de su vida, el amor, el matrimonio, la vida militar, las batallas, los años de gobernador, la iniciación como masón, pero sobre todo su relación con Porfirio Díaz.

Solares explora “la lealtad mal entendida” de Bernardo Reyes, llamándolo “personaje shakespeareano”. Como en la disección que hizo en Madero, el otro, ahora se sumerge en el misterio de la vida de su némesis. A ambos, Alfonso Reyes los describiría como “dos grandes almas (que) se enfrentaban, y acaso se atraían a través de no sé qué estelares distancias. Una toda fuego y bravura y otra toda sencillez y candor. Cada cual cumplía su triste gravitación”.

Bernardo Reyes era el candidato natural para suceder a Díaz, por las cualidades que detalla Solares con ágiles trazos: “Fueron los reyistas, antes de Madero, quienes sacaron la política a las calles (Madero no hizo sino montarse sobre la ola ya levantada por Reyes…)”. Rodolfo encabezaba a los simpatizantes de su padre. Escandalizado, Bernardo Reyes reprende a su acelerado vástago, pero las expresiones de apoyo no amainaban, por lo que don Porfirio manda llamar al general. Le dice que no dejaría aún la Presidencia, pero tampoco le ofrecería la vicepresidencia, pues le haría sombra. Reyes acepta, resignado. Su hijo Rodolfo se lo reclama, pero el general le espeta que al desobedecer “provocaría una verdadera revolución en el país… despertaríamos a una fiera que no sé si después pudiéramos domar”. Sin embargo, a pesar de todos los esfuerzos hechos por Reyes, la marea de “claveles rojos”, distintivo de sus seguidores, no se apacigua. Viejo lobo de mar, Porfirio Díaz decidió cortar por lo sano: lo envía a Europa, en un mal disimulado destierro.

¿Por qué Bernardo Reyes no salió del despacho presidencial directo a lanzar su candidatura o, en caso extremo, dar el cuartelazo? Porque no pudo comprender que “no es la veleta la que gira sino el viento el que cambia de dirección”, como sentenció el político Edgar Faure, citado por Jeambar y Roucaute. Solares compara a Reyes con el Quijote. En efecto, fue un idealista, un Quijote, pero al revés. A Reyes la cordura lo desquició, al grado de inmolarse esa noche del 9 de febrero de 1913. “Los políticos que desean convertirse en estadistas deben matar algo en sí mismos, mutilarse, amputarse. Deliberadamente deben eliminar su corazón”, como dijo Jacques Chirac. Es evidente que tanto Madero como Reyes nunca se amputaron ese órgano. Ante el cadáver del segundo, el primero dijo, con ojos llorosos: “Era un hombre admirable. Pudimos haberle hecho, juntos, un gran bien a la patria.” En términos freudianos, Reyes no pudo matar al padre para liberarse y ser, por fin, él mismo. Prefirió matar al hermano, a su igual, a Madero, que sí se atrevió al parricidio. Sin embargo, en esto Reyes también fracasó. He ahí su drama y su tragedia.



Bajo el techo que se desmorona,
Goran Petrovic,
Sexto Piso,
México, 2014.

Traducido del serbio al español por Dubrabka Suznjevic, este que su autor define como “cine-relato” –y el gozoso lector descubrirá inmediatamente la total pertinencia de dicha definición– es una alegoría cuya cumplida intención consiste en retratar el estado social de las cosas en aquel país hoy extinto que se llamó Yugoslavia, precisamente cuando dicho artificio político comenzó a desmoronarse. A la muerte de Josip Broz Tito, líder de aquel satélite soviético que de muchos modos se negaba precisamente a serlo, en grandísima medida gracias a la estatura humana del mariscal Tito, el pueblo serbio se encontró de súbito enfrentado a una duda total respecto del futuro inmediato, y durante el primer lapso apenas atinó a responder con la inercia de las costumbres adquiridas a una realidad nueva y absolutamente incógnita. Bajo el simbólico techo de un cine en proceso de desmoronamiento, y mientras pasa frente a sus ojos una película por completo delirante, el microcosmos propuesto por la cáustica imaginación de Petrovic representa a esa sociedad en su momento de mayor incertidumbre.



Washington Square,
Henry James,
Sexto Piso,
España, 2014.

Quienes hasta el momento sigan ayunos del placer enorme de haber leído la que para muchos es la novela más importante de James, quien como bien se sabe es uno de los grandes maestros literarios en lengua inglesa de todos los tiempos, hará bien si subsana el faltante con esta edición, ilustrada por el también neoyorquino –como lo era James– Jonny Ruzzo, y traducida al español por Andrés y Teresa Barba. La historia de la compleja y difícil relación entre Catherine Sloper y Morris Townsend, los protagonistas, es el vehículo dramático perfecto para el soberbio, crudelísimo retrato que James hace de la sociedad estadunidense en el siglo antepasado, y al mismo tiempo los personajes son emblema atemporal de las relaciones humanas, en las que tan habitualmente se mezclan, hasta llegar a lo indisoluble, interés y sentimiento, conveniencia y honradez, afecto y ambición.



Diario de Burdeos,
Antonieta Rivas Mercado,
Universidad Autónoma del Estado de México/Siglo xxi Editores,
México, 2014.

“Promotora cultural, mecenas, pensadora, filántropa, intelectual y activista”: acertadas palabras de Vivian Blair para describir algo de lo mucho que fue esa mujer extraordinaria, fascinante y difícilmente definible, en términos totales, que fue Antonieta Rivas Mercado, cuya muerte trágica por propia mano ha llegado a opacar el universo personal que tenía detrás, en el que cabe literalmente un fragmento fundamental de la historia política y cultural mexicanas. Esta magnífica edición consta de dos volúmenes, uno con el facsimilar del Diario en sí, y otro con la fijación del texto y notas a cargo de Cynthia Araceli Ramírez Peñaloza y Francisco Javier Beltrán Cabrera, así como una presentación de Jorge Olvera García y textos introductorios de la citada Vivian Blair, Kathryn s. Blair, Jaime Labastida, Ivett Tinoco y la Fundación Rivas Mercado AC.