Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de abril de 2014 Num: 999

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Hasta siempre, Gabo
Mercedes López-Baralt

El coronel siempre
tendrá quien le escriba

Juan Manuel Roca

Tres huellas para volver
a García Márquez

Gustavo Ogarrio

Gabriel García Márquez:
la plenitud literaria

Xabier F. Coronado

La saga que
Latinoamérica
vivió para existir

Antonio Valle

García Márquez
y la sensualidad
de la lengua española

Antonio Rodríguez Jiménez

Situación de
estado de sitio

Yannis Dallas

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Luis Tovar
Twitter: @luistovars

La tercera realidad

A mi hermosa Amaranta

Doble lugar común, de tan sabido: Gabriel García Márquez sintió siempre una pasión desaforada por el cine, y éste jamás ha podido hacerle una justicia irreprochable a la obra literaria del primer macondiano de todo el mundo.

Lo primero queda demostrado con el recuento del extenso, jamás concluido asedio del aracataquense al territorio cinematográfico, conformado por el inicial deslumbramiento, las muy tempranas aproximaciones desde la reseña periodística, la carrera inconclusa como realizador, las primeras incursiones guionísticas, los posteriores vínculos directos desde la elaboración argumental, la hechura de adaptaciones de obra propia o ajena, la anuencia a la adaptación de algo suyo en distintas manos, así como la participación fundacional en escuelas de cine y la impartición de cursos en ellas.

Lo segundo se ha demostrado una y otra vez: en cuanto al corpus narrativo garciamarquiano llevado a la pantalla –chica o grande–, a excepción de En este pueblo no hay ladrones, filme de 1964 dirigido por el mexicano Alberto Isaac a partir de una adaptación del cuento homónimo, el resto es decepcionante o algo peor: la presencia cinematográfica de García Márquez es mucho más amplia, incluso si sólo se toman en cuenta filmes basados en una obra literaria previa, pero encabezando la lista de los yerros ahí están, materia de ignominia, la Eréndira terriblemente cometida por el brasileño Ruy Guerra en 1983; la Crónica de una muerte anunciada que, con impiedad, el italiano Francesco Rosi descerrajó cuatro años después; la perpetración artera que Arturo Ripstein hizo en 1999 contra El coronel no tiene quien le escriba; los melcochosos despropósitos de Mike Newell en 2007 contra El amor en los tiempos del cólera y, la más reciente, del danés Henning Carlsen, apenas hace dos años, en morigerante desmedro de Memoria de mis putas tristes.


El amor en los tiempos del cólera

Mejor suerte han corrido, como también se sabe, los argumentos y las adaptaciones de García Márquez que no proceden de sus cuentos y novelas: apúntense aquí títulos como El gallo de oro (basada en un argumento de Juan Rulfo, con la colaboración de Carlos Fuentes y del propio director, Roberto Gavaldón, en 1964), Tiempo de morir (la ópera prima de Arturo Ripstein, en 1965), El año de la peste (basada en El diario de la peste, de Daniel Defoe, dirigida por Felipe Cazals en 1979), María (basada en la novela de Jorge Isaacs, dirigida por Lisandro Duque Naranjo en 1991), e incluso Edipo Alcalde (basada en Edipo rey, de Sófocles, dirigida por Jorge Alí Triana en 1996).

Fascinación y desazón

Bien sabido es también que García Márquez se negó terminantemente a que nadie hiciera el intento, con absoluta seguridad fallido y decepcionante, de llevar Cien años de soledad al cine. La razón la dijo él mismo: “deseo que los lectores sigan imaginando a los personajes. No quiero que la filmen. Si lo hacen la destruirán, porque el cine no permite esas identificaciones”.

La pregunta que de inmediato se hace uno es inevitable: si sabía que esa destrucción ocurriría necesariamente, y no sólo con su novela máxima sino con todo lo demás, ¿por qué permitir entonces que tantas otras obras suyas fueran víctimas de una imposibilidad tan crasa? Imposible saberlo ahora que en Macondo ha dejado de llover para siempre, máxime si, a pesar de su amor inacabable por el cine, tuvo claro que éste “no era el medio más adecuado para contar lo que quería contar, pues frente a las posibilidades de la novela resultaba mucho más limitado, sobre todo por las exigencias impuestas por los productores y directores”.

Puestos a tratar de hallarle sentido a ese largo sinsentido en el que se convirtió la presencia de García Márquez en la pantalla cinematográfica, es preciso recordar las ingentes, prácticamente insalvables dificultades que implica el traslado de una obra originalmente concebida para ser leída –y sólo leída, cabe recalcar–, a una hecha para ser observada. Salta de inmediato aquello de traduttore, tradittore, pues traducción y no otra cosa es lo que se lleva a cabo cuando de adaptación cinematográfica se habla.

Al respecto, y como le sucedió al coronel aunque por causas muy distintas, Gabo debió experimentar la desazón del anhelo frustrado cada vez que vio algo suyo llevado al cine. Sería tal vez que, para el fascinado espectador que siempre fue, en esa materia de sueños llamada cine consistía “una tercera realidad: entre la vida real y la invención pura”