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Élites y modelo
L

as élites privadas de Venezuela y México son tan parecidas en sus actitudes, conductas y pensamientos que bien se podrían confundir. Las dos nutren y defienden su profunda aversión por conductas diversas a las suyas, en especial aquellas que se sitúan en posiciones opuestas a sus intereses económicos, de raza y de clase. Las diferencias entre ellas son por demás menores. Las venezolanas alegan, hasta con alocada ferocidad, motivos baladíes para arrojarse a la calle y solicitar la renuncia del gobierno electo del presidente Maduro. Las mexicanas se atrincheran en sus amplios reductos de prestigio establecido para evitar, a costa de cualquier dificultad, que la izquierda asuma el poder central (Ejecutivo federal). Unas, las sureñas, han llegado al golpe de Estado (2002) para tratar de imponer, tan pronto como se introdujeron en el Palacio de Miraflores, su desenfrenado autoritarismo. Las de aquí se cobijaron tras de todo un arsenal de trucos, intensos despliegues difusivos, manipuleos de votos o rampantes delitos electorales y penales para lograr la continuidad del modelo imperante que tanto las favorece. Ambas se subordinan, alegremente y sin remilgos, a los centros hegemónicos mundiales.

Las élites mexicanas se integran, a diferencia de las venezolanas, que ya no incluyen a los políticos en el poder central, por una extraña combinación de grupos financieros, empresariales de gran nivel, funcionarios de categoría, burócratas políticos, dueños de medios de comunicación y clérigos de capelo sobresaliente. Este ralo conjunto de hombres y mujeres de envidiable posición económica se apoya y al mismo tiempo promueve una extensa red de aliados incondicionales: toda una pléyade de críticos, locutores y analistas de la prensa escrita y de la radio-televisión. Juntos han formado eso que con propiedad se tilda de aparato de convencimiento, es decir, una activa opinocracia. Voceros oficialistas que, además, parecen incontestables por su apabullante despliegue. El toque final lo ponen selectos académicos y miembros de los despachos de asesoría especializada en una diversificada variedad de ocupaciones y profesiones. Aun aceptando que, en conjunto, estas élites y sus cuadros asociados movilizan amplios recursos tanto para la acción y el manipuleo como para la disuasión de oponentes, el rango de su capacidad para imponer sus intereses sobre los demás quedaría corto. Le hacen falta sus intrincadas conexiones con los núcleos del poder externo. Este aliado actúa a manera de complemento crucial, sin el cual el fraude electoral, por ejemplo, sería difícil de imponer. Hay necesidad de reconocer que la estabilidad institucional, aunque precaria, es en el caso mexicano un ingrediente adicional que ha permitido las flagrantes violaciones registradas por su plutocracia en las elecciones de 88, 2006 y 2012. Los enclaves que forman la vasta red de empresas externas que operan a sus anchas en México se constituyen en eficientes correas con los mandos estacionados en la Europa civilizada y, de manera definitoria, con la supuesta democracia libertaria e irresistible de Estados Unidos. Los militares juegan aquí un papel secundario, lateral se podría decir.

Los motivos para la rebeldía social, en el caso mexicano, son de sólido peso y pueden esgrimirse para justificar una revuelta masiva que tendría serias oportunidades de alzarse con el triunfo, al menos el electoral. De hecho ha ocurrido en las fechas mencionadas. No sólo eso, sino que las condiciones en que se debate la población, por sus consecuencias humanas, son en extremo graves. La pobreza ha crecido, de 46 por ciento en 1992 hasta llegar a 60 por ciento 20 años después, muy a pesar de alevosas promesas de bienestar y progreso. La pobreza alimentaria, la más cruenta e inhumana, toca ya a 23 por ciento de los mexicanos, cuando hace 20 años solía afectar a 19 por ciento (La Jornada, 21/4/14, Reporte Económico). Aquí, la desigualdad parece, por su duración y velocidad de crecimiento, un mal endémico y estructural. El índice de Gini así lo descubre y da a México el penúltimo lugar en esta América por sus desigualdades. Sin embargo, ninguna de las oposiciones partidistas locales aboga, en estos tiempos al menos, por el derrocamiento del régimen. Los venezolanos, en cambio, sólo porque su inflación es de dos dígitos y sufren cierta escasez de alimentos, montan barricadas violentas y reciben el apoyo, incondicional y apabullante, de la derecha internacional (incluida la mexicana, no exenta de feroz racismo hacia los mulatos caribeños).

Pero, en realidad, no se pretendía abordar esta molesta comparación entre las conductas de las élites y los opuestos modelos de gobierno de México y Venezuela. En verdad se quería hablar de los intensos dolores que con motivo de la muerte de Gabriel García Márquez recorren, con audibles lamentos, el íntimo mundo de sus lectores. Esos lamentos se oyen por doquier y descubren una profunda fibra de identidades personales alebrestada por su muerte. El asombro ante la revelación de mundos ignotos se le acredita, libre de todo regateo, a Gabo y a sus sabrosas obras. El auxilio que prestó, con sus delicadas y alegres imaginerías, para que otros identificaran sus propias realidades, amasa la pasta de las dolencias actuales. Mercedes, su esposa, tiene que ser consciente de la solidaridad expresada, en esta hora, por los millones de afectados: son voces colectivas que lloran con pesar. El compartir su personal amor con un mundo entero de otros amores, que anidan más allá de ella, ensanchará varias leguas el suyo propio. La herencia de imágenes construidas con sonoras palabras que deja García Márquez será inagotable y revivirá ahí donde haya un lector abierto, aunque sea descuidado. El lagrimeo por la desaparición de un inmortal deja un hueco que los gritos del mundo no podrán tapar. Los pacientes de esa silenciada, pegajosa soledad, como aseveró en su discurso en Estocolmo, tendrán, tal vez y para nuestro consuelo, una segunda oportunidad sobre la tierra.