Opinión
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Puntos sobre las íes

Carlos Arruza XX

N

i el sol lo calentaba…

Estaba Carlos en esa trascendental fecha, julio 18 de 1944, en un terrible estado de nervios. Por un lado, la presentación –y consiguiente confirmación de alternativa– en el coso madrileño; no era cualquier cosa: su nombre ya poco decía a los aficionados, llevaba sobre sus hombros la responsabilidad de la torería mexicana, terrible carga para un joven de tan sólo 24 años y, por si lo anterior no fuera poco, Manolete había estado cumbre cuatro días antes y no se hablaba en los corrillos de otra cosa que de aquellas sensacionales dos faenas.

El cartel lo completaban el rejoneador Simao da Veiga, Antonio Bienvenida, como padrino, y Morenito de Talavera, en calidad de testigo, siendo los toros de Muriel, y la noche anterior –obvio es señalarlo– no pudo conciliar el sueño, y si algo lo consolaba era que su madre había llegado a Madrid el día anterior, para encontrarse con la sorpresa de que su hijo toreaba al día siguiente en la monumental madrileña.

En la habitación del hotel, acompañando al matador, se encontraban ella, Andrés Gago, Alejandro Montani y el mozo de espadas, en tanto, los nervios de Carlos estaban a punto de estallar, por lo que alguien le dio a tomar una aspirina cuando sonó el teléfono anunciando que el auto que debía conducirlos estaba ya a las puertas del hotel.

Bueno, pues a la plaza, dijo alguien.

Antes de salir, se arrodilló para recibir las bendiciones de doña Cristina, que intentaba reconfortarlo y, según lo recordaba Carlos, lo único que en el camino le iba pidiendo a su Apoderada y a su cuadrilla invisible es que fuera ya de noche para terminar con ese espantoso tormento.

Al llegar al coso, peor estaba esperando los palos, los gritos y los repudios, pero, en cambio, todo fueron felicitaciones y deseos de fortuna y al entrar a la capilla, él mismo confesó, tiempo después, que no se daba cuenta de nada.

Estaba ido.

***

Sombra y sol.

Da Veiga estuvo muy bien con el toro que abrió plaza y salió el de la confirmación, astado con mucha leña y codicioso en serio.

El de Muriel le apretó en los primeros lances y lo fue entablerando, así que tuvo que enmendar como pudo, y peor le fue en los quites y –por primera y última vez en su vida– se arrepintió de ser torero.

Pero…

Tocaron a banderillear y Carlos –muchos años después– me dijo que esos tres pares fueron los mejores que puso en su vida. El público se asombró, máxime al apreciar la mala leche del burel y lo ovacionaron justicieramente y llegó la hora de la confirmación, procediendo Bienvenida con amables palabras y deseos. En calidad de sonámbulo se fue Carlos a los medios, brindó al público, y nada más pudo hacer. Por fortuna, mató pronto y bien y al retirarse a las maderas murmullos de desaprobación se dejaron escuchar.

Él quería morirse, sobre todo, al darse cuenta de que ni siquiera le habían chillado en serio; todo era desilusión.

Tenía vergüenza de levantar la cara: era el espantoso sabor del fracaso. Durante la lidia de los dos toros siguientes, lo único que pensaba era que, a como diera lugar, o triunfaba o en el ruedo se iría para siempre.

Salió el segundo de su lote, negro, hermoso, muy bien armado y se fue decidido a triunfar o morir.

Él, Carlos Arruza, se refirió así a lo que siguió:

No sé, no puedo explicar lo que hice. Sé que en el tercio de banderillas la plaza estaba blanca de pañuelos pidiendo la oreja. Sé que de pronto me encontré dando vueltas al ruedo, con las dos orejas del toro en las manos, máximo trofeo que se otorga en Madrid. Sé que escuché como si soñara unas ovaciones ensordecedoras, semejantes a las que había soñado años atrás frente a esa misma plaza. Pero no sé qué hice para lograr todo esto. Había triunfado, lo sabía porque tenía las orejas en mis manos y escuchaba las ovaciones y los gritos de entusiasmo de la multitud. Pero para enterarme de lo que hice tuve que preguntar a Gago y a Montani y después, al día siguiente, leer las crónicas.

Fue la apoteosis.

Y el principio de su consagración.

***

Quisiera seguir escribiendo, pero hoy me daré el gustazo de adelantarme al odioso Tiranito.

Que sangrón es.

(AAB)