Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Hacia el país del nunca jamás
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anto en Europa como en Estados Unidos muchos estudiosos se preguntan si no habrá entrado el mundo avanzado en una fase de estancamiento secular de sus economías. Tanto por lo que ocurre en la Unión Europea, apabullada por una recesión profunda, como por lo que no acaba de pasar en Estados Unidos, donde la recuperación no logra afirmarse, parece obligado, por lo menos, considerar tal posibilidad aunque los libros de texto y la sabiduría convencional digan lo contrario.

En tal eventualidad, México y muchos de los países considerados emergentes no podrán desacoplarse, como varios pudieron hacerlo durante los años álgidos de la Gran Recesión de 2008-2009 que, en realidad, no ha terminado.

El auge chino y su extraordinaria demanda por bienes básicos, materias primas, alimentos, petróleo, etcétera, contribuyeron de modo significativo a que tal fenómeno ocurriese, pero no borraron del escenario de los países beneficiados la reaparición de lo que algunos llaman la pesadilla de Prebisch, con una caída en la demanda china, el descenso en los precios de las materias primas y los términos de intercambio, y la consiguiente contracción de su dinámica productiva, sus gastos públicos y del empleo, que directa e indirectamente se han visto favorecidos por el auge exportador.

Poco o nada nos beneficiamos en México de este singular fenómeno, que marcó el fin del siglo XX y la primera década del nuevo milenio. Aquí, hemos tenido que rascarnos con nuestras propias uñas y con lo que nos ha provisto la estrecha liga de la producción interna con el mercado estadunidense mediante nuestras exportaciones. Por eso y por la necedad de los gurús y gnomos hacendarios, que se negaron a hacer una efectiva política anticíclica en 2009, nuestra economía cayó ese año cerca de 5 por ciento y más aún el producto por persona, sin que la recuperación subsiguiente nos haya llevado a niveles de ingreso y ocupación con mejores perspectivas. Mejoría hubo, pero su fragilidad e indefensión respecto de las veleidades de la atribulada economía mundial son evidentes.

Sin caer en un estancamiento propiamente dicho, México ha vivido los años posteriores al gran colapso global a ras del suelo, con cuotas de empleo cada vez más insatisfactorias e ingresos provenientes del trabajo estancados, cuando no a la baja. Es bien conocida la tragedia de eso que todavía se llama salario mínimo. Consecuentemente, la mala distribución de los ingresos se ha mantenido prácticamente incólume y la de las oportunidades esquiva, cuando no engañosa y generadora de espejismos como aquellos del clasemedierismo.

En estos años no ha habido desarrollo, si por esto entendemos alguna combinación positiva entre crecimiento económico y redistribución económica y social. Lo que se ha impuesto, al menos como horizonte que se aproxima, es una suerte de estancamiento histórico, del que se alimentan las más salvajes visiones, acciones y reacciones individuales y grupales dirigidas a despejar una puja distributiva que tiene lugar fuera de las instituciones políticas y sociales y, desde luego, de y por encima de la ley. De aquí la corrupción galopante y la criminalidad desaforada, con su cauda de violencia insólita.

Al terminar el primer trimestre del año, y rumbo al segundo del nuevo gobierno, el panorama recoge muchas de estas tendencias ominosas. Ni la economía ni el empleo han dado signos claros de poder corregir el rumbo, que más bien parece jettatura o maldición azteca. Las expectativas de un crecimiento cercano a 4 por ciento, mantenidas al día de hoy por Hacienda, más bien parecen esperanzas y buenos deseos que cada vez comparten menos analistas y profesionales de la predicción. Ni el Banco de México ni el FMI parecen dispuestos a acompañar al gobierno en sus pronósticos y, una a una, las firmas consultoras coinciden en señalar que, si bien nos va, el crecimiento económico será de 3 por ciento o inferior.

Recientemente, el Inegi informó que el índice global de actividad, con el que se toma el pulso a la economía con mayor frecuencia, se habría estancado en el primer mes del año, luego de haber caído en diciembre pasado. Junto con los rezagos en el ejercicio del gasto público, en 2013 el desempeño de la demanda interna fue pésimo y el consumo privado cayó a finales del año, con excepción de los bienes importados, que creció por encima de 5 por ciento.

En enero de 2014, reporta la consultora CAPEM-Oxford, las ventas al menudeo decrecieron, mientras que las de la industria automotriz dentro del país lo hicieron estrepitosamente al registrar una tasa anualizada, en febrero, de –12 por ciento. Por su parte, el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República reporta desempeños igualmente desalentadores: junto con el muy bajo ritmo de crecimiento del producto interno bruto (PIB) en 2013 (1.1 por ciento) y con las expectativas medrosas para el actual, informa del decrecimiento del sector secundario, asociado con una inversión que apenas crece y con la desventurada caída de la construcción, fruto de la crisis y quiebras de las constructoras.

Si además consideramos lo que pasa con el empleo, dominado por la informalidad que llega a 60 por ciento de los ocupados, y con los bajos ingresos que de él se obtienen, podremos tener otro acercamiento a la matriz de nuestro malestar económico. Según el reporte del Inegi, tanto el salario real medio de cotización a la seguridad social como el salario real en las manufacturas, básicamente siguen siendo los mismos desde hace treinta años, lo que pone una pésima nota a la competitividad de nuestras exportaciones industriales. Si el precio de tal competitividad es este régimen salarial, no hay sendero al desarrollo. Así, nunca se reconstruirá el mercado interno, cuyo grosor y expansión son condición sine qua non de un efectivo y duradero éxito exportador.

La escena descrita, mal empleo y pésimos emolumentos para los trabajadores, se ha mantenido y extendido los daños causados por los draconianos ajustes recesivos de los años 80. La mayor parte de la población ocupada obtiene ingresos apenas equivalentes a tres salarios mínimos o menores, y los que tienen ingresos iguales o superiores a cinco salarios mínimos no rebasan el 9 por ciento del total. Con eso no hay mercado interno capaz de auspiciar la acumulación de capital y las ganancias. Mucho menos defendernos de las jugarretas crueles del ciclo económico internacional que nos pega de frente, debido a la debilidad interna, la pobre integración productiva y la excesiva dependencia de las exportaciones y de éstas respecto de las importaciones.

Poco se logrará corregir a partir de este año si el gobierno mantiene su absurda oferta de tregua-rendición fiscal y el señor de las calles de Condesa, el gobernador Carstens, se mantiene en su macho sobre la estabilidad a toda costa. Cambiar la política fiscal y adecuar la monetaria, para ver si así empiezan a pensar sensatamente sus apoderados y cancerberos, debería ser el obligado complemento de la nacionalización de Pemex que ahora presumen sus extraños liberadores… con cargo a la apertura del petróleo a todas las rondas imaginables e imaginadas.

De otra forma, lo único imaginario hacia delante será el país… del nunca jamás, como gustaba llamarlo el recordado Armando Labra.