Opinión
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Las botas de siete leguas
F

ue Gabriela Mistral quien habría llamado alguna vez Pulgarcito a El Salvador, el Pulgarcito de América, la más pequeña de las naciones del continente. Y mientras más pequeño un territorio, más explosivos y devastadores pueden ser los enfrentamientos políticos que polarizan y dividen, como ocurrió con la guerra civil de los años 80 del siglo pasado y que se zanjó, ya los dos contendientes exhaustos, con unos ejemplares acuerdos de paz, firmados en 1992 en el Castillo de Chapultepec en la ciudad de México, bajo cuyos enunciados aún el país sigue viviendo.

Eran los guerrilleros marxistas en armas, buscando imponer una propuesta revolucionaria, contra el ejército conservador que defendía el viejo statu quo, en un escenario de guerra tan exiguo que los contendientes compartían las laderas de los mismos volcanes, unos en una falda, otros en otra, unas veces unos más arriba y los enemigos más abajo, como si toda aquella historia hubiera sido escrita por un fabulista como Perrault, el creador de Pulgarcito.

Los acuerdos de paz han funcionado hasta ahora como una red tejida de hilos invisibles, muy propia de las fábulas, sobre la que los viejos enemigos saltan y rebotan, una red que será más eficaz mientras más tupido sea su tejido, con más hilos institucionales en su trama, capaces de hacer más elásticas las viejas resistencias a aceptar que la única manera que la izquierda y la derecha tienen de vivir juntos en el mismo pequeño territorio es reconociendo que el poder sólo puede decidirse en las urnas, y que el resultado debe ser respetado, por mínima que sea la diferencia.

Que unas elecciones pueden decidirse por un solo voto, nos ha aparecido hasta hoy en Centroamérica un mito. Pero es cuando los márgenes de la votación son muy estrechos, cuando la democracia se pone verdaderamente a prueba, por muy estentóreos que puedan ser los clamores de protesta de quien sacó un poco menos de votos y no quiere conceder la derrota, y por muy alto que sea el tono de sus amenazas de desconocer los resultados.

La intransigencia viene a ser una expresión de la polarización que nunca ha desaparecido en El Salvador, como los resultados de las recientes elecciones presidenciales lo demuestran. Norman Quijano, el candidato de derecha del partido Arena, perdió por apenas unos 6 mil votos ante Salvador Sánchez Cerén, el viejo comandante guerrillero, candidato del FMLN. Un país partido por la mitad.

Pienso que si ha sido el caso contrario, y el FMLN pierde por tan pocos votos, también hubiéramos oído clamores de protesta subidos de tono, desconociendo los resultados. Así fue cuando Schafik Handal, otro de los comandantes guerrilleros, resultó derrotado en las elecciones presidenciales del año 2004; y aun cuando la diferencia de votos fue mayor, declaró ilegal e ilegítima la presidencia del triunfador, Elías Antonio Saca; pero eso se quedó dichosamente en la retórica.

Lo que el tribunal mandó esta vez fue una revisión de las actas electorales, y el recuento volvió a dar cifras muy similares. Para eso está la red debajo de los pies de tirios y troyanos. Pero a veces las expresiones de la intransigencia, hija de la vieja polarización, van más allá de los límites, como cuando el candidato Quijano, la noche electoral, invocó la intervención del ejército para poner orden, llamándolo a restablecer la democracia y darle, por lo tanto, el poder a Arena, que reclamaba el triunfo. Lo que estaba pidiendo, ni más ni menos, era zafar la red debajo de los pies de todos, aun de los suyos.

Dichosamente allí seguía la red, dispuesta a resistir, y poco después, el ministro de Defensa, el general David Munguía Payés, declaró, rodeado de los altos mandos, que la fuerza armada de El Salvador respetaría los resultados, y no se prestaría a ninguna manipulación de cualquier persona o grupo que pretendiera instrumentalizar a la institución castrense, para objetivos que atenten contra la voluntad popular. El ejército estaba diciendo, nada menos, que el contendiente guerrillero de décadas atrás tenía derecho a sentarse en la silla presidencial, al ser elegido legítimamente.

Centroamérica, ese traspatio de ruidos confusos, está demostrando que puede andar por el camino de la modernidad, que empieza por la alternancia democrática y por el recuento transparente de los votos. Es lo que vimos también en las pasadas elecciones de Honduras, cuando Juan Orlando Hernández, del Partido Nacional, de la derecha, derrotó a Xiomara Castro, del Partido Libre, de la izquierda, que desconoció los resultados inicialmente pero terminó aceptándolos. En las recientes de Costa Rica, donde aún falta por cumplir la segunda vuelta, Luis Guillermo Solís, candidato del partido emergente Acción Ciudadana, se quedó solo en la contienda, pues el del partido oficial, Liberación Nacional, Johnny Araya, se retiró, no en protesta de ningún fraude, sino porque le faltó el aliento para llegar al final.

Ningún modelo político puede apartarse de este requisito esencial, el de las elecciones, y es la única manera de que la tolerancia derrote a la intransigencia y atenúe la polarización que no va a desaparecer por arte de magia. Tiene que vivir sometida a las reglas de la democracia. Una democracia que sea creíble, porque no cierra oportunidades, ni veta ideologías, ni trata de imponer a un solo partido en el poder, pues entonces deja de ser democracia, que es lo que está ocurriendo en Nicaragua, rezagada en la soledad del caudillismo en Centroamérica.

Ahora lo que toca al presidente electo Sánchez Cerén es mantener los ojos muy abiertos para no dejarse comer por el ogro de la disensión, y no caer en el sueño de opio de que ganando por pocos votos se puede prescindir de la otra mitad que votó en su contra. Tiene que calzarse las botas de siete leguas, una por cada mitad del país, la única manera de correr sobre la red sin que se rompa. Debajo de esa red sólo está el abismo.

San Salvador, marzo 2014

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