Opinión
Ver día anteriorMartes 18 de marzo de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¡Salud, don Carlos!
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Carlos Narváez y Francisco Adán, en La JornadaFoto Óscar Palafox
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o le gustaba que se lo dijeran, pero don Carlos Narváez era, antes que todo, un caballero. Nunca, ni siquiera en los momentos más tensos del cierre de edición, se le escuchó una ofensa contra nadie y jamás levantaba la voz, excepto para responder a algún saludo de lejos con su clásico ¡Salud, don...!

Cuando se le preguntaba cómo estaba, respondía con gesto socarrón: Bien todavía, aun en los días en que comenzaban a agobiarlo los males que acabaron hurtándolo a la vida. Solía suavizar la parte rasposa del trabajo de detectar y corregir errores con preguntas amables pero cargadas de jiribilla, como la que recordó la editora Fabiola Santos en Facebook: Dama, ¿y si para no confundir al lector ponemos la misma cifra de muertos en el texto y en la cabeza? Y, aunque como contralor de edición de La Jornada le correspondía sentar criterios en materia de estilo, nunca lo hizo con un esto debe ser así o esto es lo correcto, sino preguntando ¿cómo escribimos tal palabra?, ¿cómo manejamos este asunto?”

Le gustaban los textos limpios, directos y sin pretensiones y, si bien era tan parco en dar elogios como reacio a recibirlos, una amplia sonrisa era indicio de que se había topado con una frase bien lograda. Su gusto por el buen escribir podía resumirse en una especie de divisa que muchos le celebraban: Con que esté bien escrito, aunque no sea cierto. Por supuesto, era broma; pocos como él para cazar un dato inexacto en la información: las declaraciones sin sustento y las estadísticas infladas o amañadas se estrellaban en el muro de su lógica implacable.

Aun con toda su bonhomía, sus observaciones irónicas solían ser más temibles que una reprimenda. Al editor que se adelantaba en la fecha de una página le decía que tal vez ya le urgía que llegara el día de cobro, y cuando volvía de su descanso uno temía que al devolver el saludo dijera: Por cierto, esto que salió en la sección tal, ¿no debería haber sido...? Desde luego, siempre tenía razón.

Era un apasionado de su oficio. Leía todas las mañanas –o más bien, alrededor del mediodía– los diarios nacionales más importantes, pero además solía traer dobladas en el bolsillo de la chamarra las primeras planas para cualquier consulta posterior. Muchas veces, un comentario como esto lo acabo de leer en tal periódico esta mañana obligó a volver a trabajar una información o de plano a retirar alguna nota que había quedado obsoleta. Si ante un párrafo oscuro o una expresión inexacta la palabra justa no le venía de inmediato, meneaba la cabeza, susurraba “…orita” y seguía adelante, sabiendo que en el periodismo diario todo debe resolverse antes del cierre.

Su memoria era legendaria. Solía recordar fechas de acontecimientos de muchos años atrás, y nombres y cargos de oscuros funcionarios u otros personajes que en algún momento tuvieron sus 15 minutos de fama. Sería imposible hacer un recuento de los errores que gracias a su salvadora intervención no se colaron a las prensas.

Como escribió Fabrizio León, don Carlos era un periodista de pocas palabras, aunque las conocía todas, pero en los raros momentos de esparcimiento con sus allegados sacaba a relucir su faceta de excelente conversador y venero de anécdotas del mundo del periodismo y de la política. Le gustaba la música de la época de oro de la XEW –los tríos e intérpretes de boleros lo apasionaban– y era gran aficionado al beisbol. En cambio, el futbol lo aburría y le arrancaba algunas de sus pullas más mordaces, en particular cuando había partido en el Estadio Azul, porque la colonia Nápoles, donde vivía, se convertía entonces en una verdadera trampa precisamente al anochecer, a la hora en que tenía que transportarse al periódico.

Por esta noche ha cerrado la edición. Don Carlos, casi siempre el último en irse, se levanta con un suspiro, se cala la chamarra y camina con parsimonia hacia el elevador del octavo piso. Partirá al fin hacia la tan aplazada tertulia con otro inmemorial, el gran Miguel Luna, quien como el anfitrión sin par que es habrá preparado una opípara cena que compartirán entre recuerdos y gracejos mucho más allá de la madrugada de un día que no terminará nunca.

Las desgracias nunca vienen solas. La madrugada del lunes, mientras muchos jornaleros velaban a don Carlos, falleció repentinamente otro compañero de la mesa de redacción: José Félix Carapia. Descanse en paz.