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Las metamorfosis del Estado
L

a reforma energética que fue aprobada en diciembre pasado coloca al estatuto del petróleo y los demás energéticos ahí donde, en cierta manera, se encontraba en 1916, un año antes de la promulgación del texto constitucional. En aquel entonces, las compañías extranjeras gozaban de la mayoría de los privilegios que la legislación reciente les acaba de otorgar (de nuevo). Así, el proceso de modernización del que tanto se ha ufanado la élite priísta ha llevado al país ahí donde comenzó su historia en el siglo XX, es decir, un siglo atrás. Como lo decía Andrew Floyer hace un par de semanas, jefe de comunicación de Global Energy, el petróleo mexicano ya es de nuevo patrimonio global. Lo que significa, salvado el eufemismo, algo así como: en México, el petróleo ha dejado de ser capital exclusivamente mexicano. Por la parte oficial, este 18 de marzo ya no hay nada que conmemorar; para la sociedad, todo está aún por comenzar. Lo cierto (una vez más) es que la historia no camina en línea recta.

A partir de 2007, después de la zozobra que dejó el hecho de no haber recurrido a un interinato y a repetir el proceso electoral (por la imposibilidad de determinar quién había ganado esas elecciones) –una propuesta que por cierto surgió de Carlos Fuentes, cuyo nombre la oficialidad del sexenio actual (con la excepción acaso del presidente de Conaculta) prefiere no recordar–, el nuevo orden (habría que insistir en la palabra: orden) empezó a suscitar diversas caracterizaciones. La definición que de alguna manera ha cobrado alguna legitimidad no es nueva: un Estado fallido. Una definición cuya elocuencia reside –como en los buenos slogans– en todo aquello que deja sin definir.

Visto desde la perspectiva de la breve historia de las pasadas dos décadas, digamos a partir de la crisis de 1995, el Estado mexicano no parece precisamente fallido en múltiples renglones de su accionar. Mantuvo una eficiencia asombrosa en la política de rescate de la banca privada en aquella crisis. Tampoco ha sido ineficiente en el control y la contención de movimientos sociales, protestas ciudadanas y políticas alternativas a la lógica impuesta por el discurso de los mercados.

La estrategia de desmantelamiento sistemático de derechos sociales, pensiones de jubilación y de las diversas formas de educación pública no ha pecado precisamente de falta de rigor y determinación. En principio, el Estado mexicano (ya en su era global) se ha revelado como una aceitada máquina de consenso a la hora de transformar la bella metáfora de Karl Popper sobre la sociedad abierta en una sociedad que ha sido abierta por la globalización como si fuera una lata de sardinas. La desnacionalización del petróleo ha sido tan sólo otra estación en ese proceso de apertura.

En el renglón del combate al crimen organizado, la definición de Estado fallido no parece del todo apropiada, no obstante los magros resultados. Es evidente que ha sido la propia criminalización del Estado la que ha propiciado un desplazamiento del orden de lo político por el orden del crimen. En lugar de la ley del derecho se ha impuesto simplemente la ley del más fuerte. Una ley que siempre coloca al propio Estado a un paso de lo que se encuentra fuera de la ley. ¿Pero gobernar –como modus operandi– permanentemente fuera de la ley aduciendo una supuesta debilidad no es acaso la característica básica de lo que Jacques Derrida definió alguna vez como Estado canalla?

¿Estado fallido o Estado canalla?

No se trata de un juego de palabras ni de simples definiciones. La política comienza siempre en la lucha por la definición de lo que la política es. Esta lucha se libra en la sociedad, en la confrontación por las narrativas de lo que acontece. La característica central del Estado canalla reside en que mantiene una fachada liberal ahí donde gobierna permanentemente bajo las aporías del estado de excepción. Y esta forma de gobernar resulta, frecuentemente, tan eficiente como su capacidad para mantener a toda horizonte de expectativas bajo el cielo cotidiano de la desorientación. ¿Alguien puede realmente explicar quién es quién en el laberinto de Michocán, por ejemplo? ¿O cómo es que se ha llegado a territorializar al país como se procede en las cuadrículas que se usan para patrullar ciudades?

Lo cierto es que el Estado se ha vuelto una asombrosa máquina de control (social) y, simultáneamente, una suerte de inválido social. Las teorías sobre el Estado fallido tienen su origen en la versión más ramplona que prescribe una relación unilineal entre la ley y el poder, entre el derecho y la política. Lo fallido sería su incapacidad de imponer el orden de la ley. Y aún así ejerce un control impresionante y desolador. Acaso nos encontramos actualmente frente a una situación donde lo que domina precisamente es la indeterminación entre el orden jurídico y el de la política. Y es de esta indeterminación de la que se nutre en gran parte la lógica del Estado canalla.