Opinión
Ver día anteriorDomingo 12 de enero de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
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No el hallazgo de la felicidad, sino la felicidad del hallazgo
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Imagen del único óleo conocido de José Guadalupe Posada
A

comienzos del año pasado, en ocasión del centenario luctuoso del famoso ilustrador, el Museo Nacional de Arte ofreció una riquísima muestra, José Guadalupe Posada: transmisor, en la que se exploraba el corpus original de Posada a la par de su índole trascendente a lo largo de casi todo el siglo XX, e incluso hasta nuestros días. Con algunas variaciones, la exposición ha llegado ahora al Centro Cultural Clavijero de Morelia y el título que ahí se le dio, José Guadalupe Posada: la línea que definió el arte mexicano es, a mi juicio, más afortunado que el inicial, porque da cuenta, desde el comienzo, del tratamiento curatorial de la muestra.

Es cosa ampliamente averiguada que un amplio número de artistas de generaciones posteriores a la suya reconoció en Posada no sólo a un fabricante de imágenes incomparables y estimulantes, sino también a uno de los más agudos observadores de un entorno social determinado que, con el correr de los años, hubo de ser considerado con toda justicia como indispensable para entender las características culturales de México.

Por mi parte, a lo largo de muchos años, he tenido una especial predilección por los grabados de José Guadalupe Posada, tanto por criterios estrictamente plásticos, cuanto por la agudeza de su crítica al poder y al mal implícito en él y, en especial, por el humor negro que suelen contener. Además, cuando pienso en las circunstancias y en las convulsiones políticas de la primera parte del novecento mexicano, tengo para mí que entre los más valiosos productos de la época está la obra entera de Posada. En efecto, considero que la figura de México y de lo mexicano (sea lo que fuere a lo largo del tiempo) surge desde hace un siglo y perdura entre nosotros, en buena medida, a través de las imágenes de Posada. Si concedemos que la figura es la forma exterior de un cuerpo por la cual se diferencia de otro, así como la cosa que representa o significa otra, entonces puede afirmarse que el conjunto más destacable del trabajo de Posada es una genuina representación de México. Lo que Posada, aun de manera inconsciente, se figuraba en sus grabados, permite aprehender a México: la figuración persistente, o hasta pertinaz, da cuenta de la naturaleza de las cosas.

En la selección final de las obras que albergó el Museo Nacional de Arte destacaba una, de veras atípica, que luego eché en falta en el Palacio Clavijero: se trata del único óleo conocido de Posada. Un año antes de que terminara el siglo XIX, Posada pintó un retrato de su familia, en el que aparece él mismo, entre sus padres y sus hermanos. A la sazón, José Guadalupe Posada contaba con 47 años de edad, y es el segundo de la izquierda.

La pintura es un hallazgo sin par: ante todo, por ser la única de Posada de la que tengamos noticia (esta singularidad le da, sin duda, un peso específico muy fuerte y sin parangón dentro del catálogo de las obras completas del autor); por otra parte, se trata de un cuadro cuyo contenido es también peculiar, tanto por la factura plástica cuanto por la composición del retrato familiar: los siete miembros de la familia de Posada (sus padres, sus tres hermanas, su hermano y él mismo) fueron trazados de modo disímbolo en una atmósfera austera, casi tétrica.

En los extremos laterales de la pintura están las hermanas: una de ellas, muy niña, está a la izquierda, y las otras dos, una joven y una niña, están a la derecha. Sólo las hijas de esta familia van ataviadas con ropas claras: las niñas, con vestidos similares, seguramente iguales, mientras la joven lleva uno con amplio cuello bordado. El equilibrio formal es evidente: las dos niñas, que están a los lados, son las únicas que miran de frente, una con cierta altanería (la de la izquierda) y la otra con atención despreocupada (la de la derecha). Posada está sentado en la primera silla de la izquierda, aunque el mueble no es visible. La hermanita del extremo izquierdo está de pie junto a él, y él le ciñe la cintura con su mano derecha. La mano izquierda de la niña descansa sobre la pierna derecha del pintor autorretratado. En el lado opuesto, también sentada, está la hermana joven, y la silla, en este caso, es plenamente visible. La mano derecha de la joven está en el respaldo de su silla, y la hermanita del extremo derecho recarga su peso sobre su propio brazo derecho y sobre el regazo de la hermana joven.

Curiosamente, Posada y su hermana joven miran hacia la izquierda. Desde ángulos diferentes, diríase que ambos tienen la atención puesta sobre un punto distante, a nuestra izquierda. ¡Sepa Dios qué es lo que atrae sus miradas! Las hermanas menores, en cambio, miran a Posada, el retratista, que está donde también se encuentra el espectador del lienzo.

Junto a Posada, hacia la derecha, está su madre, vestida de negro riguroso y sentada en un sillón de mayor jerarquía, tapizado con un brocado carmesí. De manera especular, el padre de Posada está retratado sobre otro sillón rojo, hacia la derecha, en ángulo correspondiente al de su esposa, y a la izquierda de la hija mayor. La mano izquierda de la madre toma la mano izquierda del padre, y la sortija matrimonial brilla al centro del cuadro; detrás de ellos, de pie, está el hermano menor de Posada. El equilibrio, de nuevo, es notable: la madre y el hijo menor miran hacia la derecha con tranquilidad y seriedad. El centro simbólico es, indiscutiblemente, el símbolo matrimonial –las manos juntas y la alianza–, en torno al cual gravita con quietud y despacio la progenie.

Es sorprendente que la mirada del padre no tenga una dirección clara. Aparentemente se dirige hacia el mismo punto al que ven su hijo mayor (el autorretratado Posada) y la mayor de sus hijas; sin embargo, con un poco más de perspicacia, resulta que la mirada del padre, en realidad, está extraviada, o incluso perdida. Aunque el padre tiene cruzada su pierna izquierda sobre la derecha, hay en él una rigidez contrastante con la postura de los demás miembros de la familia. El tema parece misterioso, y hace que me vuelva suspicaz: creo que Posada ha retratado a su padre muerto, en compañía de su viuda enlutada y de los cinco hijos del matrimonio. Ello explicaría, además, que las manos de los esposos no estén entrelazadas, sino que la de ella se posa sobre la de él, acaso inerte. ¡Amor constante más allá de la muerte…! Y para utilizar en descargo mío la expresión de Giordano Bruno, se non è vero, è (…) ben trovato (esta fórmula feliz se halla en De gl’heroici furori, de 1585).

En nuestra época, la búsqueda de la felicidad se ha convertido en divisa común, en un verdadero tópico, como si se tratara de un bien en sí mismo. Al contemplar el cuadro de Posada de manera detenida, he podido saber por vez primera que este artista sin par no sólo fue el grabador, el ilustrador y el caricaturista ampliamente conocido, sino también un pintor de gran monta aunque de legado mínimo, y que la muerte, la divisa común en la obra de Posada (desde las ejecuciones hasta las calaveras, entre las que destaca la archifamosa Catrina), se halla presente en su único lienzo al óleo, un admirable retrato de familia. Este hallazgo me suscitó una gran alegría, y pienso que de dichas así, concretas y específicas, está construida la felicidad en la vida.