Opinión
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Mar de Historias

Del natural

N

o me lo diga si no quiere, no es necesario. Comprendo cómo se siente. A todas las que entramos en este negocio nos ocurre lo mismo. La primera vez que lo hice me asaltaron los remordimientos y las dudas. No podía aceptar que la mujer que estaba frente al espejo fuera yo. Cuando me dijeron que ya había terminado la sesión, quedé inmóvil, sin atreverme a tomar mis cosas y vestirme, pero al fin tuve que hacerlo.

Cuando salí a la calle me pareció que todo el mundo se me quedaba mirando con desprecio. En aquel momento por primera vez sentí vergüenza; antes, mientras estuve en el salón, nada más un frío tremendo. Tuve que esforzarme mucho para no temblar. La idea de que iba a padecerlo durante todo el tiempo que me ocuparan me llevó a preguntarme si de veras estaba dispuesta a seguir con mi nuevo trabajo.

Se valora poco porque parece sencillo, pero usted ya se dio cuenta de que no es nada fácil. Hay que estar decidida y olvidarse de la vergüenza. Luego viene lo más difícil: aprender a darles gusto a las personas, a ponerse como ellas quieran o necesitan para sentirse satisfechas. Pero, dígame, ¿en qué trabajo no hay que doblar las manos?

II

El último que tuve antes de éste fue como dependienta en un molino de chiles secos. El negocio todavía existe y ha crecido mucho, pero ya desde entonces era bastante grande. Lo atendíamos ocho empleados. El dueño, don Joel, nos prohibía todo lo que no fuera estar pegaditos al mostrador (aunque no llegaran clientes) y nos tomaba el tiempo hasta para ir al wáter. En esa esclavitud viví 16 años. Un día no pude más y ya no regresé al molino.

Pensé que con mi experiencia iba a ser fácil encontrar otro trabajo, pero ¡qué va! En todas partes me salían con lo mismo: no ocupaban a personas mayores de 30 años y yo tenía copeteaditos los 40. ¿Se imagina?

Pasé más de dos años desempleada. Al principio mi hija Carolina me dijo que no me preocupara. Según ella, a mi edad no debería seguir trabajando y prometió que entre ella y su marido, Jorge –que, por cierto, es muy buena gente–, iban a darme todo lo que necesitara. Le dije que ya bastante me favorecían con tenerme arrimada en su casa y le pedí permiso para poner un negocito de comida en su garaje. Desde que Jorge vendió su coche lo usaban como bodega de trebejos.

Excuso decirle que mi negocio no pasaba de ser una mesa y un anafre en donde hacía quesadillas, sopes, pambacitos. La matada era grande y la ganancia más bien poca, así que lo dejé. Carolina puso el grito en el cielo cuando le dije que pensaba buscar un trabajo que me permitiera ayudarlos con los gastos de la casa. Eran y siguen siendo muchos.

Tengo cuatro nietos: Gladys, Emmanuel, Lloyd y Kevin. Todos iban a la escuela. Necesitaban ropa, libros, dinero para sus pasajes. Con todo y que Carolina también trabajaba, con su sueldo y el de Jorge apenas tenían suficiente para lo necesario. Ante eso, ¿usted cree que iba a quedarme sentada en la casa? Bueno, sentada es un decir. Mientras mi hija se iba al súper en donde es cajera me encargaba de la casa y de guisar. Buena ayuda, no digo que no, pero usted comprenderá que no era suficiente. Lo que se necesitaba era dinero. Metida entre cuatro paredes no iba a ganarlo.

Pensé en conseguir costuras a destajo, pero en todos los talleres me rechazaron por lo mismo de siempre: mi edad. Entonces sí me desesperé. Fueron meses horribles. Sentí coraje contra mí misma por haber sido tan soberbia. Me refiero a que cuando Manuel, mi esposo, me avisó que se iba de la casa porque ya tenía otra señora, no le pedí lo que era justo: que me pasara la pensión a que tenía derecho. Joven, con trabajo, pensé que solita podría mantener a mi hija. Gracias a Dios lo hice y pude darle algo de estudios.

Soñaba con que Carolina cursara una carrera corta, pero en cuanto terminó la secundaria, por ayudarme, se metió a trabajar. Primero estuvo en una heladería, después en una refaccionaria. Anduvo de un lado a otro, ganando cualquier cosa, hasta que la contrataron en una fábrica de molduras de aluminio. Allí conoció a Jorge. Se casaron y mi hija me llevó a vivir con ellos en el departamentito que todavía rentan en Boturini. Allí nacieron mis cuatro nietos. Los adoro. Creo que ellos también y me respetan.

III

Cuando tomé este trabajo pensé en ellos primero que en nadie. Me hacía cruces imaginando lo que dirían cuando se enteraran de cuál era mi ocupación. Por eso inventé que ganaba mis centavos cuidando enfermos. Cada que me preguntaban por la dirección o el teléfono de mis patrones les ponía pretextos para no dárselos. Pero como usted sabe, la mentira dura mientras la verdad aparece. Y entonces se vive una situación muy difícil. Por eso le aconsejo que de una vez les diga en su casa en lo que anda.

No tiene nada de malo. Hay mujeres que se dedican a lo mismo que nosotras. Habrá alguna que lo haga por gusto, pero creo que la mayoría lo hace por necesidad. A estas alturas lo hago por los dos motivos. Al cabo de tantos años he llegado a disfrutar de mi trabajo, ya no siento tanto frío cuando estoy desnuda ni me da vergüenza.

Al principio sí, y mucha. Saber que personas ajenas a mí veían mis arrugas, la cicatriz que me dejó la cesárea, mis pechos que ya no están firmes y todo lo demás que el tiempo acaba, me abochornaba. Además, no entendía que los estudiantes de dibujo pudieran encontrar belleza en los signos que yo procuraba disimular o esconder. Ahora ya no me mortifico. Durante las horas que paso modelando me digo que mi trabajo es honrado y es útil. Quizá alguna vez usted llegue a pensar del mismo modo. Y otra cosa: no tenga tanto miedo de lo que pueda suceder si su familia se entera, porque tal vez no ocurra nada. Se lo digo por experiencia.

Durante mucho tiempo sufrí pensando en lo que diría mi hija cuando descubriera que, a mi edad, soy modelo en una academia de pintura. Mi sufrimiento fue inútil y le voy a decir por qué. Un domingo, Carolina me pidió que la acompañara al tianguis de San Rafael. Hizo rápido su compra y me invitó a dar una vuelta al Jardín del Arte. Ni por aquí me pasó que íbamos a encontrarnos entre los cuadros el dibujo que me había hecho uno de los estudiantes.

Cuando lo vi estuve a punto de desmayarme. Temblé de pensar lo que me diría Carolina en cuanto me reconociera. Traté de que nos alejáramos hacia una esquina en donde estaba exhibido un bodegón pintado sobre terciopelo. A mi hija no le interesó y siguió mirando el dibujo mientras yo esperaba su reacción. No tuvo ninguna, no dijo nada, no me reconoció. Entonces me di cuenta de que Carolina jamás me había visto desnuda y tal vez ignore que, debido a su nacimiento, tengo una cicatriz en el vientre. La descubrirá cuando llegue mi última hora.