jornada


letraese

Número 209
Jueves 5 de Diciembre
de 2013



Director fundador
CARLOS PAYAN VELVER

Directora general
CARMEN LIRA SAADE

Director:
Alejandro Brito Lemus

pruebate




Hortensia Moreno y Eva Alcántara*

Intersexualidad y feminismos

En 1993, apareció en la revista The Sciences el asombroso texto "The Five Sexes: Why Male and Female Are Not Enough", de Anne Fausto-Sterling, sobre la extraña presencia de indicadores biológicos de los dos sexos en ciertos cuerpos. Para ese entonces, el movimiento intersexual había comenzado a perfilarse como una revuelta en contra de la tendencia histórica que colocaba al hermafrodita como el monstruo, el anormal, el criminal, el enfermo.

Aunque la regulación del hermafrodita ha sido una constante histórica, las formas de control han sido múltiples. En el universo de lo humano, al intersexual se le ha obligado a ocupar el lugar de la otredad. Ha sido el monstruo mostrado en el escenario del circo y la carpa de la feria, el criminal quemado vivo en la plaza principal o el cuerpo anómalo que hay que reconstruir en el consultorio y el quirófano.

En el proceso de medicalización del cuerpo intersexual, pautado por los intensos descubrimientos del siglo XX, se trataba de encontrar la verdad del sujeto en su sexo, y la verdad del sexo en alguno de los factores que la ciencia fue investigando con acuciosa minuciosidad: los genitales, las gónadas, las hormonas, los cromosomas, los órganos internos. No obstante, las propias disciplinas médicas se vieron muy pronto rebasadas por la inasible complejidad del sexo, y todavía hoy costaría trabajo establecer desde una sabiduría unificada cuáles son los rasgos que deben contar como esencialmente femeninos o esencialmente masculinos, o aún más allá, como esencialmente humanos.

La conversión del engendro hermafrodita en paciente intersexual podría quizá leerse como un avance humanitario que ofrece la normalización, la cura, la restitución de la figura monstruosa al mundo de lo humano; pero también puede interpretarse como el sometimiento a una intervención involuntaria e irreversible que le quita a la persona intersexuada la mínima autonomía que en siglos pasados es posible intuir menos restringida. Como en un cuento, la imaginación literaria incluso nos permite idear al hermafrodita como un personaje que a veces contó con la posibilidad de administrar la exhibición de su diferencia, para decidir ante quiénes y dónde se mostraría.

Desde que la regulación de la corporalidad ambigua se ubica primordialmente en el ámbito médico, el sujeto desapareció quedando tan sólo el objeto a merced de la lógica de las estructuras hospitalarias. Una lógica, por cierto, heterogénea y a menudo contradictoria. Heredera de la paradójica circunstancia de que, en la ciencia occidental, el sexo se ha interpretado de muchas maneras diferentes, a veces conflictivas.

La lógica de la clínica obedece, por un lado, a las certezas más o menos fugaces de los descubrimientos médicos, al desarrollo de las técnicas y las tecnologías de observación y de intervención, a la coordinación de los servicios y las especialidades clínicas, factores todos ellos que podrían considerarse convincentemente objetivos y alineados en términos del progreso científico. No obstante, es notable que la intervención médica obedezca a criterios culturales que establecen la (i)legalidad de algo que no se puede definir bajo el presupuesto de una diferencia anatómica unívoca y contundente entre los sexos, la cual estaría ubicada primordialmente en las formas genitales.

La paradoja más inquietante del tratamiento médico en los casos de intersexualidad es que el manejo de un paciente no se determina por la aplicación estricta del conocimiento profundo de lo que significa el proceso de sexuación del sujeto humano. Los cada vez más estrictos parámetros desarrollados por especialistas para determinar, anunciar, (re)asignar y corregir el sexo de un infante no parecen ser suficientes para disipar la incertidumbre. Tampoco las tecnologías más sofisticadas eliminan la posibilidad de que la intervención médica resulte devastadora para las vidas específicas de quienes se someten a la lógica de la máquina hospitalaria.

Los y las especialistas a menudo desconocen que sus intervenciones están permeadas por factores de índole cultural presentes, por ejemplo, en los parámetros que indican la longitud correcta del pene o la capacidad aceptable de la vagina. Ese primer acercamiento al hospital marcará el destino de la persona que en adelante quedará atada a la institución médica, la cual habrá de proveer las tecnologías y los fármacos para constituir una corporalidad correcta, con los signos de la virilidad o de la feminidad escritos sobre su superficie con la mejor ortografía posible. Mientras no seamos capaces de reflexionar sobre ésta y otras paradojas implicadas en la intervención médica, los resultados del tratamiento continuarán causando estragos incluso en quienes los llevan a cabo.

Los movimientos de personas intersexuales tienen presencia en diferentes países. En su mayoría están conformados por expacientes intersexuales que se oponen al imperio indiscutido de la autoridad médica. Hacen públicas sus experiencias y muestran el atropello que significa intervenir de manera irreversible en el cuerpo de una persona que aún no puede ser escuchada porque, en el momento de la intervención, la persona intersexual todavía no sabe hablar.

Hablará por ella el panel de especialistas, convencido de que es posible asignar a una criatura un sexo irrevocable a partir de la reconfiguración de su constitución corporal. Desde ese punto de vista, mientras menor ambigüedad presente el cuerpo, el sujeto tendrá mayor posibilidad de adaptar su identidad y deseo a los marcos heteronormativos que en el hospital se asocian con la normalidad y la salud. La angustia de la pareja de progenitores que tiene pendiente aún el anuncio del sexo del recién nacido a la comunidad a donde pertenece muestra que la lógica binaria del género es un esquema cultural presente más allá del modelo médico.

Uno de los principales motivos que nos orienta es la pregunta sobre el género originada en el cuerpo intersexuado y sus vicisitudes. La pregunta por la corporalidad legible, con la apariencia más cercana a la normalidad. La pregunta por la ortografía del sexo. Pero también las múltiples e incómodas preguntas por el bienestar y el sufrimiento –rayano en la tortura, según algunas voces– de los cuerpos sometidos a la ingeniería clínica del establecimiento médico.

Junto con Fausto-Sterling, Suzanne J. Kessler ha formulado quizá la más importante crítica del tema desde el feminismo. Porque lo que se ha denominado intersexual –pero también hermafrodita en el pasado y, a últimas fechas, DSD (por las siglas en inglés del conjunto de síndromes denominado trastornos del desarrollo sexual)– es, sin lugar a dudas, asunto del feminismo.

Como lo ha señalado Myra J. Hird, en la medida en que mucha de la teoría feminista continúa operando desde un modelo de dos sexos, el movimiento feminista se enfrenta con momentos de dificultad política y teórica cuando tiene que dirimir el lugar de formas identitarias anormales. ¿Qué significa ser una mujer? ¿En qué medida ser mujer, desde el punto de vista biológico, es la condición sine qua non del posicionamiento de sujeto que origina el feminismo?

Es en la base de esas preguntas donde las experiencias acerca del sexo de las personas intersexuales desafían tanto a la comunidad médica como a la teoría feminista, en la medida en que tanto el pensamiento clínico como el feminismo están predicados en la operación del binario sexo/género. Cuando hay que compartir la experiencia auténtica de ser mujer para pertenecer con pleno derecho al feminismo, la teoría se adhiere al esencialismo que critica. Es entonces que, a pesar de su énfasis sobre el peso de la construcción social de la realidad, el feminismo se desliza peligrosamente en un terreno donde el sexo es interpretado como un real.

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* Fragmento del editorial de Debate Feminista. Año 24, Vol. 47, abril de 2013.

 


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