Opinión
Ver día anteriorDomingo 1º de diciembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

El asalto navideño

E

l estruendo de las máquinas impide que las trabajadoras escuchen el golpe de la puerta al cerrarse. Fieles a su rutina de oprimir pedales, bajar palancas, deshacer hilvanes, elegir moldes, las siete mujeres se cuentan lo que ha sido su vida desde ayer que se despidieron al término de su jornada, hasta hoy que volvieron a encontrarse en la pequeña fábrica de guantes Malú.

Lourdes maldice la discusión matinal con su suegra. Santa confiesa su temor de que su hermano se divorcie. Mina asegura que este año, aunque sea en un rinconcito, pondrá un nacimiento. Filipa le pregunta a Guadalupe qué va a regalarle a su hijo Kevin: Como está la situación, nada, a menos de que ocurra un milagro o nos den aguinaldo.

Nuevos temas de conversación se encabalgan al ritmo de las canciones que emite la vieja grabadora forrada de plástico. El aparato era de Susy. (Tan buena gente. Pobre. Morirse tan joven.) Ningún miembro de su familia ha ido a reclamarlo, pero las trabajadoras no dudan de que un día pueda presentarse el viudo de Susy y se lo lleve.

Mientras tanto hay que disfrutarlo. Lupe: súbele tantito al volumen porque esa canción me gusta mucho, dice Magnolia. Guadalupe obedece. El fraseo de Luis Miguel ahoga la voz del hombre que junto a la puerta, con una pistola en la derecha y una bolsa de plástico en la izquierda, ordena: Pónganme aquí el dinero y todo lo que traigan de valor. Si me obedecen no les haré daño.

La intempestiva falta de corriente eléctrica paraliza las máquinas. El disgusto ante un nuevo apagón aborta las conversaciones. En medio del silencio momentáneo vuelve a escucharse la voz del agresor (cabello al rape, delgadez extrema, ojos verdosos que entre sus compinches le han ganado el sobrenombre de Gato): Pónganme aquí todo el dinero y lo que traigan de valor. Si me obedecen... Un acceso de tos le cierra la garganta y con dificultades termina su discurso intimidatorio: ...no les haré daño.

¿Qué dice éste?, pregunta Filipa desconcertada. Magnolia se lleva la mano al pecho para cubrir la cadena de oro que lo adorna: Es un ratero. Esas palabras renuevan la actitud agresiva del malhechor y le dan fuerzas para una breve explicación: Si hago esto no es por mi gusto... Me soltaron hace cuatro meses y no tengo trabajo. Cáiganse con todo y cuidadito con querer pasarse de listas...

Guadalupe es la última en desfilar ante el ladrón. Como víctima frecuente de los asaltos en la línea de camiones que la llevan de Barrio Alto a las calles de Nicaragua, sabe que para salvarse de represalias es mejor no mirar a los delincuentes. Cuando se percata de que las manos del raterillo tiemblan, olvida la regla y levanta la cara: “Yo a ti te conozco. Te llaman Gato”, le dice triunfal. El muchacho niega con la cabeza pero ella insiste: Sí, fuiste tú uno de los que hace ocho días nos asaltaron en el camión.

Al verse descubierto, el Gato arroja la pistola y su botín y sale corriendo del taller. Entre el clamor de sus compañeras Magnolia levanta la pistola y va tras el asaltante. Guadalupe la sigue, armada con la barra que atranca la puerta del baño. Jadeando y amenazando, se abren paso entre el gentío que atesta la calle saturada de adornos navideños en venta. Desesperadas, las perseguidoras solicitan ayuda: Ese chamaco es un ladrón. ¡Deténganlo! Que alguien llame a la patrulla. Los comerciantes de la calle las rodean y les piden detalles del asalto. Los transeúntes protestan por la inseguridad. Una mujer cuenta que la desvalijaron a las diez de la mañana en un puente peatonal. Más trágico es el caso de un anciano al que despojaron de los regalos que le llevaba al cuñado que vive en un asilo. Yo no sé para qué demonios sirve la policía, remata una mujer que enseguida se aleja.

II

Volvió la luz pero las máquinas siguen inmóviles. Sobre la mesa central está la bolsa, ya vacía, que el ladrón abandonó en su huida. Algunas trabajadoras declaran su lástima por el raterillo que se veía muerto de miedo y por sus padres (si es que los tiene), quienes de seguro no saben en qué pasos anda su hijo; otras se encarnizan contra el asaltante al que les gustaría ver podrido en la cárcel para que se le quite lo abusivo y lo cabrón.

Satisfechas con su venganza verbal, se cuentan el episodio del asalto como si no lo hubieran vivido todas y se interrogan: ¿Qué sentiste? ¿Qué pensaste? Guadalupe y Magnolia son las más acosadas. A una le preguntan si de verdad conocía al Gato o nada más se lo dijo para destantearlo; a la otra, si realmente pensaba dispararle.

Magnolia responde que sí, para hacerlo pagar el disgusto que le causó arrancándole su medallita de oro. Levanta la mano y acaricia la joya para asegurarse de que sigue colgada de su cuello y envoviéndola con la protección que le brinda la Virgen del Perpetuo Socorro.

El comentario provoca la reflexión de Filipa: Por cierto: ¿en dónde dejaste la pistola? Magnolia se vuelve hacia la repisa: Allá, junto a la grabadora. ¿Qué hacemos con ella?, pregunta Guadalupe volviéndose, temerosa, hacia el mueble. Por lo pronto no hay que tocarla. No la sabemos manejar y si está cargada puede ser peligrosa, le responde Filipa.

Idalia maldice al ladrón. Aparte de pegarles un buen susto las dejó en peligro de sufrir un accidente con el arma. Nina sugiere que la entreguen a los patrulleros. Erika opina lo contrario: Mejor la guardamos para defendernos por si se nos aparece otro desgraciado. Santa le sonríe desdeñosa: ¡Qué fácil! Si no sabemos manejarla, ¿de qué sirve que la tengamos? Lourdes halla la solución: Mi novio es agente. Él podría enseñarnos a dispararla.

Guadalupe, a la que sus compañeras tachan de conformista ilusa, aprovecha el mal momento sufrido para demostrarles a sus compañeras que no hay mal que por bien no venga: Al rato que llegue la patrona le contamos lo del asalto. Verá que esta zona se ha vuelto peligrosa y acabará por contratar al vigilante que tanto le hemos pedido. ¿Y si no quiere? Ay, Santa, como dice Érika, al menos tendremos una pistola con qué defendernos, concluye Guadalupe.

III

En el taller Malú el ambiente es festivo. Las trabajadoras comen los guisos que trajeron de sus casas y retoman el asunto que más las preocupa desde hace dos semanas: si recibirán aguinaldo o no. Mina recuerda los buenos tiempos en que el antiguo patrón las compensaba en diciembre por lo menos con una semana de sueldo. Filipa les confiesa que con aquel dinero le compró a su galán de entonces un saco bueno: Me tardé en elegirlo. Cuando al fin me decidí por uno se lo puse en una caja con un moño rojo. A Chepe el saco le quedaba pintado, lástima que lo haya lucido con otra.

La risa general se convierte en carcajadas. Filipa protesta sin rencor: A ver si se ríen tanto el día en que les suceda lo mismo. Lourdes le acaricia un hombro: No te enojes, manita, no nos reímos por la mala. Pero es que contaste muy chistoso lo del moño y la caja. Filipa termina por reír. Magnolia le sugiere a Nina que encienda la grabadora: Me da miedo. Allí está la pistola.

Quedan en silencio hasta que Érika habla: Sería bueno guardarla en una caja, pero a mí también me da cosa agarrarla. Guadalupe abandona su sitio: Pues a mí no. Ya he visto en la películas que si uno no oprime el gatillo no pasa nada. Guadalupe se acerca a la repisa, toma la pistola y cuando se vuelve para mostrárselas a sus compañeras, el arma cae de su mano. Las mujeres se cubren la cara en espera del estallido que no ocurre. Guadalupe se inclina y recoge el arma con precaución: No pesa nada. ¡Es de juguete!

Mientras la pistola pasa de mano en mano las mujeres no pueden creer que las haya intimidado un arma falsa. Si nadie la quiere, yo sí. Se la voy a regalar a mi Kevin. Le diré que se la trajo Santa Claus. Guadalupe es feliz: tiene el obsequio navideño para su hijo y una prueba más de que no hay mal que por bien no venga.