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¿Es posible aprender de los errores?
V

aya usted a saber cómo y en qué piensan los responsables de la información y el análisis económico del gobierno y del Estado, para incluir al Banco de México en este comentario. Nutren de información, buena las más de las veces, a los medios y sus reporteros y comentaristas, pero luego, en la segunda ronda del proceso informativo, optan por presentarse como autistas o, tal vez peor, como adánicos que apenas llegan a la Tierra y a la historia; responden con afirmaciones genéricas que no siempre tienen que ver con el tema por ellos configurado en el inicio del carrusel informativo, en tanto que quienes deberían ser sus receptores primarios, obligados y hasta privilegiados, los legisladores, prefieren pensar que la Virgen les habla, optan por hacer mutis y apuestan a la próxima y definitiva reforma que, ¡esa sí!, despejará la niebla que, como escena londinense de la era de Dickens, amenaza con dejarnos sin aliento.

En este contexto, que domina y aturde todo intento de reflexión deliberativa sobre la economía y sus desventuras, sólo puede prosperar la superchería que nutre la histeria. Ésta nos remite a los peores momentos de los años 80, cuando hasta los niños, para no decir los choferes, se angustiaban con el tipo de cambio y llenaban de pánico a sus próximos al anunciarles que los magros ahorros del hogar irían derechito a la bolsa de valores a jugar todo a un valor que el jefe había ponderado con entusiasmo rumbo al desayuno respectivo.

Aquellos fueron tiempos de desastre, como lo advirtió el ex presidente De la Madrid cuando justificó su draconiano programa de ajuste para pagar la deuda al decir que no permitiría que el país se le fuera entre las manos. Nunca previó que su programa, en torno al cual formaban filas los más bravos y valientes, pero no los más sensatos, profundizaría la gravedad de la circunstancia abierta por la crisis de la deuda externa, hasta desembocar en una política económica del desperdicio, como la llamaran Nathan Warman, Vladimiro Brailovsky y Terry Parker.

Con el sismo de 1985 y la nueva recaída de los petroprecios, el principio del fin hizo su entrada y los jóvenes turcos que se preparaban a tomar el poder presidencial hubieron de arriesgarse a adoptar otra táctica, ni ortodoxa ni heterodoxa, que desinfló las varias burbujas de entonces. Se usó lo que quedaba de las reservas internacionales para abatir la fiebre inflacionaria y se entonaron plegarias para que la coyuntura internacional cambiara aunque fuese un poco, mientras ellos trataban de encarar la peor crisis política de la época, en los linderos del orden constitucional o al borde del golpe técnico de Estado, como solía describirlo Porfirio Muñoz Ledo.

Las cosas no pasaron a mayores, tal vez porque ya estábamos ahí, sin darnos cuenta del todo. Fue la sensatez responsable de la oposición encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas la que abrió la posibilidad de que el país marchara por un curso que, sin plantearse una revisión a fondo del rumbo económico, admitía la gravedad del litigio político abierto por el autoritarismo priísta en la sucesión presidencial y, luego, por la tristemente célebre caída del sistema que nos puso a las puertas del incendio.

El presidente Salinas quiso salir del paso con una propuesta audaz de cambio en la organización económica, junto con la cual buscaba nuevas formas de relación con las capas sociales más dañadas. De ahí sus palabras en el discurso de posesión: (frente a) la gravedad de los rezagos sociales, la recuperación económica debe alcanzarse con la menor demora posible, pero para recuperar el crecimiento duradero con estabilidad de precios, el aumento de la actividad económica debe ser gradual (...) Y agregaba: (el) Estado moderno no se identifica con el paternalismo que suplanta esfuerzos o inhibe el carácter; la elevación del nivel de vida sólo podrá ser producto de la acción responsable y mutuamente compartida del Estado y la sociedad (...)

Sin embargo, las nuevas formas de relación social buscadas no implicaban, o no fue así en los hechos, la búsqueda de un acuerdo político y social democrático que, a semejanza de la convocatoria de Otero, llamara a sumar esfuerzos para un gran acuerdo redistributivo que sacara al país de la postración. Es decir, realizar una reforma a fondo del Estado que no implicara su retraimiento ni renuncia a sus obligaciones fundamentales con el desarrollo y la equidad social.

No fue así, y lo que inició fue un cosmopolitismo de oropel y el carrusel reformista en el que está metido el país hace más de treinta años esperando que, ahora sí, sea posible oír a la Virgen.