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Ver día anteriorDomingo 10 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Las reformas, la política y el tiempo
L

as reformas económicas, sociales o financieras pueden servir para fortalecer políticamente a los gobiernos. También las que se hacen a la administración pública, las relaciones entre los diferentes órdenes de gobierno o la organización electoral pueden tener esos efectos. Suele decirse, incluso, que esas reformas producen tiempo cuando más lo necesitan los estados, como ocurre ahora debido a una crisis que no acaba de encontrar una adecuada solución de continuidad, que sea portadora de promesas de mejoría creíbles para todos.

Al mismo tiempo, las formas como se gestan y facturan, proponen y se aprueban dichas reformas son cruciales para su buena traducción en nuevas políticas y cambios institucionales o de estructura. En política, y más en política reformista, aquello de que la forma es fondo debido a Reyes Heroles, tiene y tendrá indudable vigencia.

Éstas y otras reformas dirigidas a la estructura institucional de los estados, además, suponen que los reformadores cuenten con un apoyo activo de la sociedad, cuando no con un consenso sustentado en el convencimiento compartido de su necesidad, de que es imperativo cambiar porque se ha llegado o está por llegarse a una situación límite.

De aquí la importancia que tiene llevar a cabo toda una pedagogía política para las reformas, así como asumir de principio a fin lo decisivo que es la deliberación sistemática, no sólo para la reproducción de la democracia sino para el embarnecimiento de sus vectores centrales, como los congresos, los partidos y la opinión pública. Es en ellos donde se procesa el cambio y se le da forma legislativa, pero, sobre todo, se le otorga una entidad política destinada a confluir en un nuevo sentido de y para el Estado.

Vapuleada por sus ciudadanos en las encuestas más recientes de Latinbarómetro, como lo comentara este jueves José Woldenberg en Reforma, la democracia mexicana podría recuperar bríos y volver por sus fueros gracias a la jornada reformista abierta por el Pacto por México pero, sobre todo, impuesta por el insoslayable estado de emergencia que vive México. Cambiar para mejorar no es una ecuación lineal, de primer grado. ¡Vaya que hemos aprendido esta lección en los veinte años recientes!

Antes de las propuestas que perfilan el cambio y, desde luego, de su posible desenlace virtuoso, tiene que darse un proceso de construcción política y semántica destinado a darle consistencia al proyecto, a dotarlo de tejidos y articulaciones en los que pueda descansar su avance y que, además, le permitan ahorrar fuerzas cuando la adversidad o la oposición se hagan sentir y pongan en cuestión el convenio inicial.

Persuadir y volver a hacerlo, argumentar para convencer y para luego defender la iniciativa, es una práctica que no termina con los primeros aplausos. En realidad, es un ejercicio permanente que implica contar con, o producir y desarrollar una cultura de la articulación discursiva sustentada en el conocimiento y reconocimiento de los actores de que se mueven en escenarios poco conocidos y con cartas de navegación mal trazadas, siempre provisionales y sujetas a la prueba y el error.

No ha ocurrido así con las reformas propuestas por el gobierno que hoy se debaten en los medios y en las calles, a pesar de que algunas de ellas hayan sido ya aprobadas por el Congreso de la Unión. Ganar tiempo no es sinónimo de hacer de él lo que se nos ocurra, cuanto antes, en fiel obediencia a una prisa que nadie ha explicado ni justificado satisfactoriamente. Ganar tiempo, sobre todo, implica saber usarlo.

Aparte de este vademécum elemental del reformismo, es indispensable admitir que nuestro diagnóstico de la realidad es insuficiente, sobre todo si lo contrastamos con los propósitos intermedios y finales de la reforma. No es verdad, nunca lo ha sido, que México sea un país sobrediagnosticado y que, en consecuencia, lo que urja sea tomar decisiones valientes y proceder a la acción. Adoptar este principio puede llevarnos sin más a un activismo de apagafuegos que al final de cuentas acaba en una especie de epilepsia incontrolable y, fatalmente, dilapidadora del tiempo y el fortalecimiento políticos ganados.

La realidad inmediata se presenta como una recesión terca y tal vez más profunda que la anunciada, y la violencia como un mal mayor que afecta implacablemente a nuestros jóvenes y niños. Así lo reveló la mañana del viernes el subsecretario Kuri, de la secretaría de Salud. Estos no son datos aislados sino vértices de un relevamiento mayor de nuestra circunstancia que el propósito reformador tiene que incorporar cuanto antes a su diseño. Y no para después, cuando los cúpulos tengan a bien perdonar el atrevimiento fiscal.

En política, el mejor uso que pueda hacerse del tiempo es el dedicado a explicar y convencer. En nuestro caso, entender la reforma fiscal como apenas un primer paso para llegar a una auténtica transformación de la hacienda pública sería un ejemplo de prudencia y visión de Estado. Sólo así podrá responderse al reclamo de equidad y justicia social, y a la exigencia ciudadana, no sólo empresarial, de que los gastos públicos sean eso, públicos y para el beneficio de la mayoría.

Lo mismo hay que decir de la reforma energética a la que hay que darle el espacio de discusión y reflexión que exigen su complejidad y las implicaciones que tendría sobre el patrimonio de la nación. De procederse así, tendríamos ejemplos de un buen gobierno que reconoce la profundidad y dificultad de su tarea. También, muestras de madurez política de los partidos.

Sabia virtud de conocer el tiempo, dijo Renato Leduc. De eso se tratan la política y las reformas, cuando se quiere hacerlas en y con la democracia.