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Ver día anteriorDomingo 10 de noviembre de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Brasil: dos apuntes sobre un país raro
1) L

as estadísticas no son del todo confiables. Pero haciendo una media de las proyecciones, se puede decir que en Río de Janeiro, quizá la ciudad más emblemática de mi país, y en esa amplia región a la que llaman Gran Río, existen mil y pico de favelas. En ellas viven más o menos un millón 300 mil personas, de una población de 7 millones. Casi 20% del total.

De la población de esas favelas, una parte considerable –60%– vive bajo el yugo del narcotráfico. Otra –35%– vive bajo las milicias, grupos integrados por policías civiles, o sea, de la policía judicial, policías militares y bomberos. La parte que sobra, 5%, vive por cuenta propia, libre de la presión de narcos o milicianos.

O sea: en Río de Janeiro y alrededores, de una población de unos 7 millones de habitantes, poco más de un millón padece de manera directa, a cada minuto de cada hora de cada día de sus vidas, la opresión de criminales, tanto narcos como paramilitares.

El Estado jamás supo encontrar una solución para semejante escenario. Por décadas, gobernadores intentaron determinar reglas de convivio entre el morro (cerro), o sea, las favelas, y el asfalto, o sea, la ciudad. Los intentos de hacer presente al Estado en esas zonas resultaron en intentos y nada más.

Hace unos pocos años, el actual gobernador de Rio, Sergio Cabral, inventó las UPP –Unidad de Policía Pacificadora–: mediante previo aviso, tropas de la policía militarizada invaden las favelas, y se quedan. Con eso, desaparecen de las callejuelas los tipos armados con ametralladoras y fusiles pesados, se acaba el toque de queda dictado por los narcos, desaparece el negocio paralelo de la venta ilegal de televisión por cable y de conexiones de luz. Uno puede circular por las callejuelas estrechas, y hay hasta fiestas para las clases medias del asfalto que suben los morros para divertirse.

O sea, sigue a mil el tráfico, pero sin la guardia de escoltas fuertemente armados. Ya no hay toque de queda, pero los narcos saben los movimientos de cada morador.

Los jefes fueron expulsados, así como sus lugartenientes. Quedaron los gerentes de segunda o tercera línea, que informan, a quien corresponde, cada movimiento en las favelas. Ya casi no hay disputas por los puntos de venta, que antes provocaban verdaderas guerras. Pero mientras el gordinflón y parlanchín gobernador –que, a propósito, tiene los peores índices de aprobación popular entre los 27 gobernadores del país– sigue alardeando maravillas, los moradores de las favelas dicen que, en el fondo, todo sigue igual: sin puestos de salud, sin escuelas, sin atención sanitaria básica. Sin ciudadanía.

Por esos días, en la Rocinha, la mayor favela de Río (los cálculos indican entre 50 y 110 mil habitantes; quedemos con 80 mil, cifra razonable), la guerra entre narcos que disputan puestos de venta de drogas volvió a sus niveles de siempre.

El grueso del contingente de los policías militares de la UPP –vale repetir: Unidad de Policía Pacificadora–, empezando por su comandante, fue detenido. La causa: secuestraron y asesinaron, en plena favela, en las mismas instalaciones de la UPP, a un ayudante de albañil llamado Amarildo. Creyeron que era cómplice de los narcos. No lo era. Fue asfixiado con una bolsa de plástico, de esas de supermercado, y luego electrocutado. Y la vida sigue igual. Negros, pobres y favelados siempre han sido sospechosos en mi país. Siempre fueron los más muertos entre los muertos.

En Río, parte de los bandos de los narcos huye tan pronto se anuncia que determinada favela será pacificada. La policía entra, con pompa, circunstancia y fanfarrias, y no encuentra resistencia.

A la vez, en las ciudades de la Gran Río, en los suburbios, crece y crece la violencia. Hay una lógica cruel en todo eso: al invadir y pacificar una favela, las fuerzas públicas de seguridad dejan una cantidad significativa de delincuentes sin trabajo. Los que huyen de una favela pacificada buscan otros parajes para ejercer sus labores.

En las ciudades vecinas, en los suburbios, los índices de violencia urbana crecieron, en promedio, un 30%. En las otras mil y pico de favelas no pacificadas, pasa lo mismo. Y así la vida.

2) En el lenguaje jurídico brasileño, se reconocen dos tipos de homicidio. Aquí, una cosa es el homicidio culposo y otra, el homicidio doloso. Por culposo se entiende que alguien mató a alguien sin intención. Por doloso, se entiende que alguien mató a alguien con plena intención, sabiendo muy bien lo que hacía. Es un crimen mucho más grave.

Bien: en 2012, hubo 47 mil 136 homicidios dolosos en Brasil. Una media de 24.3 por cada 100 mil habitantes. Y hubo 50 mil 617 estupros de mujeres: una media de 26.1 por cada 100 mil habitantes.

Hay algo raro en un país donde esos datos disputan el ranking del horror. El año pasado, cada día fueron violentadas 139 mujeres en mi país. Es decir, casi seis por hora.

¿Qué país es este? ¿Dónde llegaremos con esa cuenta macabra de las miserias humanas?

Algo raro pasa en este raro país. En mi país.