unca olvidarán este año, dijo mi madre dirigiéndose con una sonrisa de dicha a nosotros dos. No, señora, no lo olvidaremos nunca, se lo juro
, respondió David con una cara descompuesta entre tristeza y rabia. Era 1968. Octubre.
Diez días después de la matanza del 2 de ese mes en Tlatelolco, de donde él logró escapar, convertido en sobreviviente de por vida, saltando sobre los cuerpos yacentes de sus amigos. Las metralletas esperaban a los preparatorianos a cada vuelta de corredores por donde huían gritando: ¡Alfalfa, vacas y caca, la facultad de Coapa
. Caían quienes iban al frente.
Ni mi madre ni él vieron los rostros del otro, sonriente el de ella, triste el de él. Ella pensaba en el nacimiento de nuestra hija esa tarde del 12, día de inauguración de las Olimpiadas. Para evitar los desórdenes
durante éstas, se recurrió al desorden de la vida con la masacre de Tlatelolco. Él veía surgir de su amnesia trozos de las imágenes hundidas en las mazmorras donde trata de olvidarse la propia muerte.
Yo acababa de despertarme, al fin, de una eterna hora de pesadillas. El médico interno, ya nacida mi hija, me había hecho respirar cloroformo. La sensación de asfixia, mi mano tratando de arrancar el aparato de encima de mi cara, fueron el principio de las imágenes de violencia inaudita, ríos de sangre, desesperanza pura de quien sabe que no saldrá de la trampa. Hombres armados rodeándome, impidiéndome cualquier salida, ametrallando a cientos de muchachos. Veo las caras despavoridas jóvenes, conocidos y desconocidos. Algunos no han salido de la adolescencia. Uno de ellos, con la máscara blanca del olvido en lugar de un rostro que no quiero adivinar, trata de contener con sus dedos las tripas sanguinolentas que escapan de su vientre abierto. El clímax de este horror inenarrable es la visión del cráneo de la niña recién nacida estrellado contra el pavimento una y otra vez. Si no es posible traducir a palabras imágenes encimadas fuera del tiempo donde tienen lugar los sueños, las imágenes anunciadas desde la primera visión del horror en las pesadillas no puede relatarse ni a sí mismo. Queda sólo el sudor de angustia que baña la frente del soñador que se consuela al abrir los ojos y ver que todo va bien
. Pero olvidar es imposible cuando la pesadilla es recurrente y va dándonos cada vez nuevos detalles de un horror no vivido, cuando nos sentimos al margen, aislados. Excluidos incluso de la muerte.
Para mí, 1968 había sido sólo espera. Nada más. Yo no corrí para sobrevivir a las ametralladoras. Me vi encerrada en mi departamento: los dirigentes de la huelga decidieron, con razón, que las mujeres encintas no debían quedarse en casa. Desde ahí veía los tanques pasar hacia la Universidad, esperando su regreso de mítines y pintas, día y noche.
Desde ese encierro, escribía las páginas de un libro que aparecería con el título Los jóvenes. Era la cuarta parte de un reportaje sobre mi generación y el 68. Orfila decidió publicar una primera parte. Las otras tres se editarían cuando Díaz Ordaz dejara la presidencia. Era aún peligroso hablar de la matanza del 2 de octubre, de la cacería de brujas que siguió, de los desaparecidos, de los muchachos que sirvieron, ingenuos o pagados, de provocadores. El proyecto quedó en el aire. Reportajes y testimonios del 68 se volvieron lugar común.
No sería sino en 1985 cuando tomó forma, gracias a la perspectiva que me dio la lejanía de México, cuando la distancia multiplica los años, una novela sobre el 68, Ayer es nunca jamás, donde narro la espera de esa tarde del 2 de octubre: enterada de lo insólito, de esa grieta donde arrojaron viva a mi generación, la inconcebible y real masacre, me quedé esperando a solas. Dos horas viendo la muerte entre las manecillas del reloj, terminadas al fin con el regreso de David, su ropa salpicada de sangre. Él no recordaba nada de ese horror. Las imágenes insostenibles irían apareciendo en su memoria hecha añicos esa tarde.