oy el concepto de régimen autoritario y su aplicación a la experiencia mexicana es un lugar común. Sin embargo, en México sólo los especialistas recuerdan el nombre de su autor, el sociólogo y politólogo español Juan J. Linz, quien falleció a los 86 años, en New Haven, el pasado primero de octubre. Pocos académicos han tenido la influencia que tuvo Linz en nuestra comprensión del autoritarismo, de sus características, de sus instituciones y de su funcionamiento. Su modelo se convirtió en el paradigma dominante y desplazó en forma definitiva los trabajos que sobre el tema se habían hecho con base en la teoría de la modernización.
Igualmente importantes son los trabajos de Linz sobre el quiebre de las democracias, y el surgimiento de regímenes autoritarios y totalitarios, que estudió fundado en un conocimiento enciclopédico de la historia europea en el periodo de entreguerras. También participó con textos convincentes en el debate sobre el parlamentarismo como alternativa al presidencialismo, y analizó el papel del tiempo como una variable a considerar en las transiciones. Por sus obras se hizo merecedor a muchos reconocimientos, entre ellos el premio Príncipe de Asturias. No obstante, imagino que para él eran más gratificantes los agradecimientos de sus estudiantes, a quienes dedicaba con gran generosidad su tiempo y atención.
A principios de los años 70 Rafael Segovia nos dio a leer Una teoría del régimen autoritario: el caso español
, artículo originalmente publicado en 1964. La propuesta de Linz era esclarecedora del caso mexicano, un régimen político supuestamente híbrido, que escapaba siempre a las clasificaciones porque no era una democracia y tampoco era una dictadura. Gracias a Linz pudimos identificar en el régimen mexicano los mismos rasgos que había decantado en el régimen franquista de los años 50 y 60: el poder estaba concentrado en un puñado de élites diversas; carecía de una ideología explícita y rehuía la movilización permanente, típica de los regímenes totalitarios; un régimen autoritario más bien se apoyaba en la desmovilización y en la apatía de los ciudadanos.
Estas características eran fácilmente reconocibles en el México del auge priísta. Sin embargo, para mí lo más importante de la teoría de Linz fue la solución que aportó al tema del cambio de régimen. Hasta entonces la discusión en la ciencia política no marxista acerca de la ausencia de democracia en México partía del presupuesto de que los diferentes tipos de régimen político podían colocarse a lo largo de un continuum entre dos extremos, dictadura
y democracia
. La implicación más importante de esta representación era que los regímenes políticos evolucionaban naturalmente hacia la democracia, bajo el impulso del cambio económico y social. Linz, en cambio, rechazaba la idea de que regímenes como el mexicano fueran una combinación, y sostenía que tenían una identidad propia, eran una fórmula acabada y no, como pretendían muchos, un régimen en transición cuya evolución espontánea y natural hacia la democracia estaba predeterminada por el proceso de modernización. Según Linz, el cambio en un régimen autoritario debía ocurrir como en cualquier otro: mediante el desmantelamiento de las instituciones autoritarias y la instauración de nuevas instituciones, que, a su vez, inducirían comportamientos diferentes entre los ciudadanos.
Linz no disfrutaba los reflectores, era un hombre tímido. Recuerdo haberlo visto en Washington, en el hotel donde se desarrollaba uno de los multitudinarios congresos de la Asociación Internacional de Ciencia Política; fumaba un cigarro tras otro, con dificultad sostenía un maletín desbordante de libros y papeles. Antes había atendido por horas en la cafetería y en el vestíbulo del hotel a estudiantes y profesores, la gran mayoría de ellos latinoamericanos, que querían hablar de sus tesis o de sus investigaciones, pero ahora parecía esconderse de los que lo buscaban, casi lo perseguían para hablar con él, pedirle ideas, bibliografía, opiniones.
En 1991 asistió a un seminario en El Colegio de México, donde presentó las primicias de su trabajo sobre las debilidades del presidencialismo y las ventajas del parlamentarismo. Lo escuchamos en silencio casi reverencial. Un funcionario priísta se escandalizó porque ninguno de los asistentes había defendido el régimen presidencialista; tanto respeto también sorprendió a otro de los invitados, Ludolfo Paramio, quien se limitó a decir: Es un pope
. Sí que lo era, pues su autoridad intelectual convocaba la influencia y el poder explicativo que todavía hoy sostienen el paradigma linciano del régimen autoritario.