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Ana García Bergua
Un cerebro transparente
Prueba a estar tres días sin internet. Sientes que te enteras de las cosas a medias,
que te han cerrado una ventana por la que ves cosas que antes no veías y
que ahora te parecen necesarias. Muchas que no quisieras ver. Muchas, también, que
parecen pensadas para distraerte de otras cosas. Piensas en que hace veinte años
–¿treinta, quizás?–, no necesitabas esta ventana para sentir que estabas más o
menos enterada de lo que sucedía, con base en tus lecturas, en los periódicos que
leías y los noticieros que mirabas, sobre todo, cuando ocurría algo trágico o verdaderamente
escandaloso, y no por sistema. En general no creías en casi nada y hacías
bien. Ahora no sabes qué es cierto y qué no lo es. Piensas que quizás en apariencia
las cosas no han cambiado tanto como
llegaste a suponer: no vamos volando por
la ciudad, no nos atienden aparatosos
robots –aunque sí hay voces, fragmentos
de entes robóticos con los que nos
frustramos diariamente cuando necesitamos
sus servicios–, no hay androides
bellísimos, ni nos comunicamos por
telepatía, alguien nos observa pero también
todos nos observamos. En general,
todo es más caro, más complicado
y más sucio. Los marcianos no han llegado
aún, por más que bailamos el ricachá,
ni ha explotado la bomba atómica, por
suerte. En suma, este futuro no tiene nada
que ver con el futuro de antes.
Y sin embargo, todos vivimos pendientes
de la ventana, de la red, de la famosa
nube (ahora guardamos las cosas
en la nube), y el día en que la detestable
compañía de teléfonos te deja sin
ellas, por alguna razón que ahora mientras
tecleas te parece perversa y misteriosa,
sientes que no te estás enterando
de quién sabe qué cosas, que suelen
ocupar tu mente durante buena parte
del día aunque no tengan tanta importancia.
En realidad, quisieras agradecer
a la compañía el haberte desconectado,
dejar tus ojos libres para los seres vivos
y los libros (aunque en realidad los libros
también son seres vivos), y tus dedos
también libres, sin la obligación de
escribir respuestas y opiniones en el
momento y en el fondo quién sabe para
qué. Pero no puedes evitar, sin embargo,
que te carcoma una especie de ansiedad,
de duda perpetua: ¿ha pasado algo
que se me escapó?, ¿dejé de decir
algo que era necesario? Piensas que ir a
comprar el periódico es inútil: las noticias
impresas ya pasaron, ya alguien respondió,
opinó, devolvió un golpe con
otro golpe, ya ocurrió otra cosa más y
quizá deberías saberla aunque en realidad,
cuando escuchas y ves todas esas
noticias que pasan, una tras otra, ese espectáculo
interminable, sueles pensar
que podrías vivir sin ellas, que podrías
esperar a enterarte de la gran mayoría
dos semanas, dos meses, dos años o dos
vidas, pero hay una ansiedad que no se
calma. Quién sabe, quizá somos como
la tante Léonie de En busca del tiempo
perdido, eternamente ocupada en saber
quién había pasado por su calle,
aunque ello no alterara en nada su vida,
esa que consistía en yacer en una cama,
a la espera de aquellas noticias que la
hacían sentir de alguna manera poderosa,
dueña de la gran narración que transcurría
afuera de su ventana.
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Por lo mismo, te subleva no poder estar
sin la ventana, la nube, la red, esa habitación
llena de sombras en la que, muchas
veces, todos hablamos solos y al
mismo tiempo. Armada con el correo y
el teléfono –qué decir ahora de la humilde
y portentosa clave Morse– te sientes
como un caballero antiguo y ahora inútil;
llegas a suponer que la red, la nube,
es quizá una especie de protuberancia
nueva que nos está saliendo a los humanos.
Dicen por ahí que el siglo XX fue el
siglo del individuo; pareciera que el siglo
XXI será el de los individuos conectados
a la nube y que, si te separan de su
ser gasificado, llegas a vivirlo como la
rara amputación de algo que nunca tuviste:
un cerebro externo y transparente,
parecido a aquel enorme de los marcianos
de las películas (quizá el futuro,
después de todo, sí se parecerá un poquito
al de antes).
Finalmente aparece, un buen día, el
técnico de la compañía que todos detestamos
–la verdad–y luego de muchas
confusiones técnicas y telefónicas restablece
el subvertido orden invisible.
Te conectas a internet y te das cuenta
de que, efectivamente, nada has perdido,
excepto la tranquilidad. Pero a
quién le dan pan que llore; ya apaciguada
por fin, podrás agarrar el libro que
te ocupaba y retornar a su agitada,
verdadera vida.
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