Opinión
Ver día anteriorViernes 16 de agosto de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El valle de la muerte

“Nadie tiene flechas,
nadie tiene escudos,
Tú suplicas,
sólo Tlailotlaqui, penetra al interior
de Amecameca.

Sólo ya llora el príncipe Toteoci, vienen
afligidos Temilotzin y Tontzin,
se destruye al de Chalco,
se agita en Almoloya.
Algunas águilas y tienes,
algunos mexicanos, alcohuas
tepanecos,
han hecho esto a los chalcas... y se lo
siguen haciendo”.

Trece poetas del mundo azteca (textos de Miguel León-Portilla)

E

l canto de Chichicuepón –resplandor con amargura– el noble caído en la lucha de la defensa de la tierra chalca en Tenochtitlán, llenó su poesía de contrastes entre el antiguo esplendor de Chalco y su desgracia que es la del campesino en las ciudades que continúa 500 años después.

Por eso hay que identificarse con los campesinos, con toda la fuerza del hambre y la miseria y sus consecuencias –delincuencia, violencia, crueldad– de estos hermanos, y conste que digo hermanos, palabra fuerte y ponerse en sus huaraches, o en la planta callosa de sus pies, mucho más allá de los números, las cifras, las estadísticas y las elecciones, que como armadura o escudo cubren el drama de la gente campesina en los asientos del pavoroso valle de la muerte.

Hay que identificarse con el dolor de las personas, de los que nacen en el infierno salitroso, quemante y humillador, que se encuentra en las afueras de la antigua capital azteca –y en otras a lo largo y ancho de la Republica–, bordeando el viejo lago de Texcoco, y que a nadie le importa. ¿A quién le importan los indígenas desnutridos, atarantados por el hambre y a los que de contra les dicen tarados?/ ¿No serán deprimidos graves?/ ¿A ver, a quién le importa?

En el valle de la muerte, la muerte está presente, sucia, revuelta, asquerosa, llena de vendajes, sin comida, sin agua. Los indígenas en las afueras de las ciudades con la lengua pegada al paladar, los labios partidos y la piel descascarada, cargan botes de agua que compran a las pipas, a las que pagan lo que no tienen, y caminan calles y más calles, irregulares, parabólicas, geométricas, heterodoxas, en medio de un paisaje de diablillos y cables de luz, que retozan por piedras y casas, serpentean entre los charcos, y desembocan en los tugurios.

Moderno infierno, al que si no se le pone solución a largo plazo le llegará la hambruna (tipo Etiopía o Sudán), la que deja sin piel, en los huesos, sin líquidos, con una mosca en cada lagrimal, sin pensamientos, flotando en medio de los más espantosos dolores, provocadores de un erotismo destructivo, desgarrador, de búsqueda envidiosa en el otro o en sí mismo de lo mágico salvador o la venganza diabólica.

Valle de la muerte, como le llaman sus moradores, en el cual el sentimiento que prevalece es la zozobra, y la destrucción sin sentido de campesinos expulsados de sus tierras erosionadas por factores mil; sin capacidad para adaptarse a la vida de la ciudad ni organizarse con otros campesinos provenientes de diferentes lugares y que determina que crezcan y crezcan hasta llegar a volverse este espantoso valle de la muerte, albergador de huracanes humanos desencadenados. Y sin posibilidad de explotar por la misma desorganización.

Valle de la muerte, de las aguas negras, que aparecen y saltan sobre el salitre, se retuercen como culebras furiosas y desaparecen, en medio de polvaredas agitadas, que zumban en los huecos de los tugurios levantando remolinos de polvo contaminado por desperdicios, materias fecales y basurales, crujiendo como si se agrietaran o dilatasen, impulsados por esta fuerza oculta e interior, radiografía del indígena –sinónimo de pobreza– que amenaza con volar en mil pedazos que anticipó el rey poeta Nezahualcóyotl:

“Aunque sea de jade, también se quiebra
aunque sea de oro también se hunde,
y aun el plumaje del quetzal se desgarra”.

Visión futurista en el canto de los aztecas:

“El río pasa,
pasa: Nunca cesa.
El viento pasa,
pasa, nunca cesa.
La vida pasa,
nunca regresa”.

Vivo resplandor de las ciudades, que ya se percibe desde las parabólicas y de eco en eco, se repite y repite, por toda la República para atraer más campesinos, que llegan en estrepitosos silencios, tumultos imposibles de describir y crean ese desquiciamiento que no se puede ya encubrir; porque los miserables son más que una novela en la que se cantan baladas sentimentales y se ponen bombas para tronar la economía y derrumbar al país.

Máscaras y más máscaras de nuestro ser, para cubrir el dolor desgarrante del campesino, hoy en las ciudades: sin saber quién es y no importarle y no vincularse con nadie; que al fin nacemos en el desamparo y solos y en el desamparo masacrados por el crimen organizado, pero buscando ¡eso sí, una dignidad! que una vez más se escapa.

La pobreza en que viven 51 millones de mexicanos de los cuales 11 millones están insertados en la miseria (cifras del Coneval) incluye la riqueza de los trescientos y algunos más, contrapartes, ¡ni modo!, de los desahuciados, que son un:

“canto mexicano que estalla en un carajo,
estrellas de colores que se apagan,
piedras que nos cierran la puerta al contacto,
que diría Octavio el otro poeta. Vosotros señores de Chalco, no lloréis más, que hay lluvia de llanto. ¡Oh!”