Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 11 de agosto de 2013 Num: 962

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Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

De sueños, puertas
y bolas de cristal

Adriana Cortés Koloffon entrevista
con Cristina Fernández Cubas

Jaime Gil de Biedma: homosexualidad,
disidencia y poesía

Gerardo Bustamante Bermúdez

Manuel González
Serrano: misterio,
carnalidad y espíritu

Ingrid Suckaer

Un sueño de Strindberg
Estela Ruiz Milán

Un Ibsen desconocido
Víctor Grovas Hajj

Casandra, de Christa
Wolf, 30 años después

Esther Andradi

El río sin orillas: la fundación imaginaria
Cuauhtémoc Arista

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Columnas:
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Casandra, de Christa Wolf,
30 años después


Foto: Quickiwiki (bajo licencia Creative Commons)

Esther Andradi

Por la atrocidad de la victoria. Por sus consecuencias, que veo ya ahora en sus ojos ciegos. Todo lo que tienen que ver se desarrollará ante sus ojos, y ellos no verán nada.
Christa Wolf

Hace treinta años que la novela Casandra, de la alemana Christa Wolf (1929-2011), irrumpió en el mundo occidental denunciando la barbarie de la guerra y la violencia. Tres décadas después, hay motivos de sobra para su vigencia. Su autora, que escribía en la ya desaparecida República Democrática Alemana (rda), solivianta con este relato a las mujeres tanto del este como del oeste.

Era 1983. Casandra atraviesa la Cortina de Hierro, se le discute en universidades y se le lee en los parques; ella horada los muros y se instala en los teatros y en los medios. ¿Y quién es Casandra? El mito dice que es la hija de Príamo, el rey de Troya, una muchacha que adquiere el don de la profecía gracias a Apolo, pero el dios, despechado porque ella le niega su cuerpo, la condena a que nadie le crea.

La vieja canción: no es el crimen sino su anunciación lo que hace palidecer a los hombres, y enfurecerse también, lo sé por mí misma.

El don de la profecía. Casandra advierte sobre los desastres de la guerra, amenaza con sus palabras la arrogancia de los suyos, alerta sobre las consecuencias de una masacre para su país. Casandra “ve” lo que nadie siquiera intuye. Casandra sabe. Pero a nadie le importa. Nadie quiere oírla, comenzando por su familia, que tiene en sus manos la decisión de hacer la guerra o proclamar la paz. Su padre, el rey, la encierra en una canasta de mimbre que hace descender varios metros en un pozo bajo tierra. Necesita acallar esa voz. No la entierra viva porque la ama. Dice. Extraña forma del afecto que no permite el disenso. Pero Casandra insiste:

Yo dije: “No.”
Las palabras tienen consecuencias físicas.
El NO tiene un efecto de contracción, el SÍ de relajamiento.

La novela se publicó simultáneamente en las dos Alemanias, algo muy poco común en aquellos tiempos, y se tradujo casi inmediatamente a varios idiomas. Es extraño que el desentierro de un antiguo mito logre calar tan hondo en un mundo aparentemente tan distinto. ¿Es acaso Casandra la voz de las mujeres? La lengua que habla y a la que nadie le hace caso. ¿La voz silenciada y sin embargo acusada?

Ser afable, modesta, sin pretensiones... eso correspondía a la imagen que me hacía de mí misma y que se levantaba casi incólume de cada catástrofe. ¿Tal vez para salvar mi autoestima ‒porque ser recta, orgullosa y amante de la verdad formaba parte también de esa imagen mía‒ herí con fuerza excesiva la autoestima de los míos? ¿Les devolví, al decirles inflexiblemente la verdad, las heridas que me habían infligido?

Eso es lo que se pregunta la Casandra de Wolf. Pero algo, ella no sabe qué, logra salvarla de la locura. Cuando su padre la libera del pozo es porque ya nada podrá evitar la guerra. Y menos Casandra, que sabe, siente y presiente la clausura del futuro. Porque su gente ha extraviado la forma de expresarse. Más que perderla: no le interesa encontrarla. Se niegan a pensar. Prefieren la obediencia a la imaginación. El zumbido de la artillería antes que el riesgoso vuelo del pensamiento.

Hago la prueba del dolor. Lo mismo que un médico, para saber si está muerto pincha un músculo, así pincho yo mi memoria.

¿Quién encontrará otra vez, y cuándo, el lenguaje?
Será alguien a quien el dolor parta el cráneo. Y hasta entonces, hasta él, sólo los bramidos y las órdenes y los gemidos y los síseñor de los que obedecen.

En el reino de Troya sólo un grupo resiste contra la guerra. Son las amazonas, el mítico ejército de mujeres liderado por Pentesilea. Casandra la describe así:

Vale más morir luchando que vivir como esclavas, decía a sus mujeres, a las que dominaba y excitaba o calmaba, como quería, moviendo un dedo. No luchaba sólo contra los griegos: luchaba contra todos los hombres.

En la novela hay un cruce entre la reina Hécuba ‒madre de Casandra‒ y Pentesilea, que lo dice todo: “Niña, tú quieres acabar con todo”, le increpa la reina. “Eso quiero, porque no conozco otro medio para que los hombres acaben”, le responde Pentesilea.

Tanto en el mito como en la novela, Pentesilea muere combatiendo. Aquiles, el héroe griego de la guerra de Troya, la mata, aunque antes de morir ella logra herirlo.

No es ninguna casualidad tampoco que Christa Wolf haya utilizado la metáfora de Casandra para hablar indirectamente del armamentismo y la irracionalidad de la guerra, en plena época de la Cortina de Hierro. Aunque ella misma haya declarado que fue por azar que se encontró con la historia de la vidente Casandra en la Orestíada, de Esquilo, lo cierto es que la metáfora del mito era el recurso de los escritores de la ex rda, como Heiner Müller y Volker Braun, para hablar de lo innombrable.

Mirándolo bien –aunque nadie se atrevía a mirarlo así– los hombres de ambos bandos parecían aliados contra nuestras mujeres.

Encontré a Christa Wolf en marzo de 2009, cuando cumplió ochenta años, y quise entrevistarla. Pero ya para entonces hacía veinte años que se había retirado de la escena pública, después de que su libro Lo que queda desencadenara la Literaturstreit en la Alemania Unida, la batalla (por) de la literatura.

Como su Casandra, Christa se había empeñado en dar testimonio aun cuando ya no quedara nadie más en el mundo que quisiera escucharla.

Sólo al borde extremo de mi vida puedo decírmelo a mí misma: como hay en mí algo de todos, no he pertenecido por completo a nadie.

Y era muy, pero muy tímida. Le escribí entonces una carta, contándole mi deseo de conversar con ella acerca de su escritura y de la repercusión de su obra en español. Especialmente de Casandra. Me respondió amorosamente, casi disculpándose porque se iba al campo para terminar su próximo libro (La ciudad de Los Ángeles o el abrigo del Dr. Freud, Alianza, 2011) y dijo que después nos encontraríamos. Nunca hubo un después. Christa Wolf murió en diciembre de 2011.

Desde entonces descansa en el antiguo cementerio de Dorotheenstadt de Berlín, junto a Bertolt Brecht, Anna Seghers, Hegel (el filósofo, sí), Herbert Marcuse y otros notables.