Opinión
Ver día anteriorMiércoles 24 de julio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Genealogía y crítica de la incivilidad
E

n mis quehaceres de historiador recuerdo alguna vez haberme divertido ante el modo en que un maestro tepozteco del siglo XIX usaba la palabra solemnidad. José Guadalupe Rojas escribió un diario allá por los años de 1870. Era el único maestro del pueblo, y miembro de una familia que había sido de notables desde tiempos coloniales. En ese entonces, los maestros eran personajes respetados. Y así también el maestro Rojas velaba por el progreso y vivía temeroso del caos, siempre inmanente: los ejércitos de la Guerra de la Intervención habían sido licenciados, y el bandidaje en Morelos –los famosos plateados– estaba en su apogeo.

En ese entonces Tepoztlán era una aldeota. La mayoría no hablaba español y todos, hasta los miembros de la élite, hablaban o entendían el náhuatl. La presencia del estado era magra, casi fantasmal. Todavía no se adoptaban las formas de lo nacional que se querían estándares: ni el español, ni el sistema métrico, ni el uso de pantalón y zapatos. No había ferrocarril ni carretera. La campana de la iglesia daba las horas. De hecho, el maestro Rojas era uno de los pocos tepoztecos que tenían reloj, y (¡claro!) lo consultaba obsesivamente, notando los retrasos de sus conciudadanos con una mezcla de desesperación y condescendencia pedagógica.

En un contexto así, la solemnidad era vista como un logro colectivo que no debía pasar inadvertido, ni dejar de ser aplaudido.

Febrero 1872. Los días 9 y 10 se verificaron los exámenes de las niñas de la escuela que dirigimos y el domingo 11 se hizo la solemne distribución de premios, cuya función estuvo lucida en cuanto fue posible, terminando cerca de las 8 de la noche. Se pronunciaron algunos discursos y tuvimos positivamente un día de gloria.

Lo contrario de la solemnidad era la inconsciencia, la distracción ante los discursos y rituales patrióticos, la falta de compromiso con las metas de la civilización y la religión. La solemnidad, en cambio, era la pepita de oro que irradiaría la luz necesaria para construir el Estado y traer la paz y el progreso.

Por eso el porfiriato fue una época repleta de solemnidades, de ritos magnos y nimios, y de discursos interminables… El gigantismo de la solemnidad estaba en proporción directa con el miedo al caos: el trasfondo de las guerras civiles de la Reforma, de la Intervención francesa, y de las guerras de castas. El temor siempre presente a aquello que en ese entonces se conocía como anarquía.

Y la vigencia de la solemnidad recibió un segundo aire con la Revolución Mexicana –una guerra civil con gran lujo de violencia y violación de los símbolos del orden–. La cortesía mexicana que conocemos (y que, con razón, queremos) se siguió puliendo en ese mundo de revolución y post revolución, y aun de revolución institucionalizada: el trasfondo de guerra campesina; la imagen del Atila del Sur sentado en la silla presidencial (aparentemente sin saber qué hacer con ella, más allá de desacralizarla con sus revolucionarias posaderas…). Todo eso dio pie a una cultura en que el respeto, y los rituales públicos y privados del respeto, eran de gran importancia. Como recordara Luis Buñuel de su llegada a México, alrededor de 1940: en ese entonces, hasta mirar feo podía ser la justificación del asesinato.

La cultura revolucionaria de propiedad y respeto fue también adoptada y magnificada por el Estado. Pero ya para los años 60 ese lenguaje solemne y oficioso se había vuelto no sólo acartonado, y también síntoma de prácticas políticas antidemocráticas: la presentación solemne y ritualizada de los hechos políticos era la instauración pública de arreglos que se habían realizado tras bambalinas, en lo oscurito. Por eso el lenguaje informal, irreverente, se sentía también como un lenguaje democrático, antiautoritario.

Tal vez el punto de inflexión en la cultura pública de México fue el debate presidencial de la elección del 2000, cuando el candidato Vicente Fox, que tenía buen olfato para esas cosas, interrumpía los discursos de su contrincante priísta diciendo, simple y groseramente, ¡Hoy! ¡Hoy! ¡Hoy! O, peor, cuando el candidato Fox le dijo al candidato priísta Labastida La Vestida.

Así, la transición a la democracia inauguró un nuevo lenguaje público: el tuteo en entrevistas radiofónicas o televisadas, y el uso frecuente de groserías en la prensa (no sería fácil contar el número de veces en que comunicadores como Ciro Gómez Leyva, por poner un ejemplo, han publicado palabras como carajo, güey, o pendejada). Al La Vestida de Fox correspondió Andrés Manuel López Obrador con su Cállate, chachalaca al presidente de la República. Las increpaciones groseras en la Cámara de Diputados se hicieron cosa cotidiana. Y así se fue deteriorando el lenguaje público.

El problema es el siguiente: la solemnidad del lenguaje oficioso del antiguo PRI era sin duda una práctica autoritaria, pero el lenguaje procaz tampoco facilita la práctica democrática. Esto se debe a que pide siempre que haya discusión. Pide razones y razonamientos. Pide, en otras palabras, respeto. No solemnidad en su modalidad de Mago de Oz priísta (o porfirista), pero tampoco la simple falta de respeto que se presenta, erradamente, el contrario de esa práctica autoritaria.

Una nueva cultura pública democrática pide tanto el respeto del sistema anterior, como la capacidad de nombrar la verdad subjetiva del sistema de comunicación actual. La crítica debe ser ofrecida con respeto e, idealmente, hasta con cariño. Y debe ser recibida con agradecimiento, por el esfuerzo que hace el compañero por hacer pública su alternativa.