Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 21 de julio de 2013 Num: 959

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Vicente Leñero en
sus ochenta años

José María Espinasa

María del Mar y el Movimiento Agorista
Evangelina Villarreal

Luis Javier Garrido: universitario ante todo

Roger von Gunten,
color y naturaleza

Allá y aquí
Bernard Pozier

La lectura como traducción
José Aníbal Campos entrevista
con Carmen Boullosa

Provincia griega d.c.
Panos Thasitis

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Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
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Rogelio Guedea
La Otra Escena
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Verónica Murguía

Y reverdecen

Una de las características que amo de El señor de los anillos, la trilogía de J. R. R. Tolkien, es que en esa historia los ancianos son parte fundamental de la trama. Un libro como ése, nutrido en las sagas y poemas anglosajones, no podría desplegar la complejidad de la anécdota sin Gandalf, Saruman, Elrond y Théoden.

Sostengo esto porque uno de los avatares del dios padre de estas mitologías, Odín, es representado como un viejo tuerto que camina por el mundo sostenido por un cayado, lo que no le impide ser, al mismo tiempo, el dios de la guerra y la locura homicida.

Beowulf, el poema que Tolkien tanto amó, se puede dividir en dos partes: la primera, presidida por la muerte del monstruo Grendel a manos del héroe. La segunda y trágica, narra la muerte del rey Beowulf, quien lleva cincuenta años coronado, al dar batalla a un dragón. Era, al enfrentarse al dragón, un rey anciano.

Pero vuelvo a El señor de los anillos: sin la maldad de Saruman; sin la renovación de Theóden, quien se levanta con el último impulso de un trono que era más bien un catafalco; sin la sabiduría de Gandalf o la serena distancia que Elrond mantiene ante el desastre, El señor de los anillos perdería uno de sus rasgos más originales. Confieso que, como muchos devotos, me gustaba la versión fílmica, pero no pasionalmente, hasta el día que vi un póster que anunciaba Las dos torres. En él, Christopher Lee (Saruman) levanta una mano delgada y nudosa, una mano patriarcal, cruel, que ningún maquillaje podría lograr, para dirigirse a su ejército de orcos. Me dio un escalofrío exquisito y me fui corriendo a comprar los boletos para la matiné. Y aunque hay muchos ortodoxos que no se conforman con las películas, la escena donde Saruman y Gandalf pelean es, para mí, una gloria.


Ursula Le Guin

Sin los ancianos (y los hobbits también tienen vidas más largas que las humanas) el relato no tendría ese ritmo único, esa aleación entre el ritmo de un libro de aventuras y la profundidad que le otorgan los actos de los viejos, en este caso, milenarios.

Y todo esto viene al caso porque mi escritora favorita, Ursula Le Guin, quien ahora tiene lúcidos noventa y un años y lleva un blog (empresa que me parece demasiado moderna a mí, que soy más joven que ella, pero una perfecta lela), escribió en él una entrada que me conmovió. El tema es la edad y la reticencia de nuestras sociedades a considerarla y tratar de entenderla en lugar de negarla.

Con un delicioso mal humor registra los diálogos que tiene con gente más joven: “La edad es cuestión mental”, sería el equivalente de lo que le dice una, a lo que ella contesta: “No es asunto de opinión. Es existencial.”

Escribe, con la sensatez de siempre: “La vejez siempre implica dolor, peligro y termina en la muerte. Aceptar esto requiere valor. El valor merece respeto.”

Y sí que lo merece. Por eso, la más o menos reciente declaración del ministro de Finanzas del Japón, Taro Aso, me enfureció. El señor Aso, un canalla sin imaginación pues él también envejecerá, declaró en enero de este año que “la gente mayor debería darse prisa y morir”. El argumento de este señor encantador es que el cuidado de los ancianos cuesta mucho al gobierno. Esto, en el país de los “tesoros vivientes”, me hace pensar que el confuso culto a la juventud que profesan todas las sociedades ha envenenado también a los asiáticos, la única parte del mundo donde yo creía que nadie le pitaba insultos a la viejita que cruzaba la calle.

El médico mexicano Francisco González-Crussí escribió estas líneas en su entrañable ensayo “Sobre la vejez”: “Pero todavía quedan algunos que sostienen que la última línea defensiva es el amor. Y aunque puede sonar trivial o hipócrita, es, todavía, el mejor escudo que uno puede interponer entre la vejez y la desesperanza.”

Yo me tomo en serio todo lo que este ensayista escribe. No sólo por la prosa, que tiene suficientes méritos para persuadirnos de atesorar sus libros, y eso que esta escritura, además, está al servicio de una sensibilidad y erudición extraordinarias. También me lo tomo en serio porque es un médico, un hombre cuyo oficio y arte han consistido en comprobar, entre otras cosas, el daño que el tiempo ejerce sobre nuestra frágil materia.

Deberíamos enfrentar la verdad con un ápice de humildad. Todos vamos allá. Y en este país, no es cualquier cosa.