Opinión
Ver día anteriorJueves 18 de julio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Cortázar en mi recuerdo
E

n esta jubilosa celebración cincuentenaria de Rayuela no hay mucho que pueda yo agregar al respecto. Para mí en agosto se cumplirá el aniversario 30 de mi fugaz encuentro con Cortázar. Momentos entrañables, si los hubo. ¿Y qué guardo de ello? Deshoras con la huella de su caligrafía y firma, las hojas mecanografiadas de sus poemas leídos en Coyoacán que él me obsequió y la emoción chispeante de ese lejano tiempo en el hoy extenso presente mío.

Pero guardo también la imagen de sus ojos gatunos, su voz sosegada con sus erres, el brillo de su charla divertida, irónica, pero de sencillez admirable, que cruzaba puentes más largos que los parisinos de la Maga. Y sí, la sombra de la Maga irrumpió entre nosotros. En aquella cantina, La Guadalupana, mientras compartíamos la bebida de mi vaso, que él dijo no conocer, nos enfrascamos en una discusión sobre el tiempo, sus límites, su dilatación y contracción.

No lo recuerdo ahora con claridad, pero lo que sí recuerdo es que se llenó de vehemencia al rebatir mi probable alusión a Penélope, al tejido y destejido del tiempo y a la sensación que produce, en muchas personas, ese sentirse aligerado al trabajar cuidadosamente con los hilos. Julio presentaba Deshoras y vivía las últimas suyas con un aspecto joven y una salud frágil que no era visible. Su forma segura y amable de conversar no me hizo suponer, entonces, que apenas iba a sobrevivir el medio año.

Guardo grabado su fuerte rechazo a paliar la parálisis a veces insoportable del tiempo anudando hebras. Su voz se exaltó al alegar que con ese oficio las mujeres se dejaban atrapar como mariposas dentro de la red cónica que les cercenaba el vuelo. Lo apasionado de su rechazo me sorprendió; después iba yo a comprender que el tema no podía haberle sido ajeno.

Aquella tarde de agosto salí corriendo de La Guadalupana en busca de unos puestecitos, que solían instalarse junto a la pared de la iglesia de San Juan Bautista, donde vendían juguetes miniatura de plomo. Y lo más cercano a nuestra polémica fue una maquinita de coser que él se guardó en el bolsillo de la chaqueta con una sonrisa. Para que no me olvide de esta discusión con vos sobre los barrotes de hilo que se construyen las propias mujeres.

Ya, en la noche, en una casa de por ahí, Cortázar cautivó a un pequeño grupo de gente con sus relatos que iban y venían de lo personal al ancho mundo. Compartíamos el sofá, no voy a olvidarlo nunca. La proximidad de sus manos grandes, elocuentes que rozaban mis hombros, su voz segura contando, por ejemplo, sobre su autoanálisis (el psicoanálisis tan presente en aquella época en París y Buenos Aires) en el que disecaba sus sueños. Decía ir tras el lenguaje del inconsciente sin mediación de un tercero. Y así fue desgranando su método y respondiendo a ciertas preguntas escépticas que se rendían ante la persuasión de sus palabras. Con una copa de vino se tocaron las letras, el estado del mundo, de la ciencia, de... Julio Cortázar sabía, no sólo hablar, era un buen escucha.

Tampoco recuerdo cómo apareció en sus labios el deseo insatisfecho de un libro recientemente publicado en México por una dependencia, cuya dirección editorial encabezaba Tito Monterroso, y donde yo trabajaba: Gödel, Escher, Bach, una eterna trenza dorada. Los colaboradores recibíamos los volúmenes, por lo que yo tenía el que Cortázar no había podido conseguir y que tanto anhelaba. Así, curiosamente, los hilos trenzados volvieron a aparecer en la charla. El autor, Douglas R. Hofstadter, teje una trenza a partir primero de Bach y su música, Gödel y su teorema y Escher y su perspectiva engañosa, para crecer cada capítulo en complejidad y fascinación. Quizá podría decirse que ese libro jugaba, en otro sentido, como desde hacía 20 años Rayuela invitaba a hacerlo. Que, en el caso de la novela, su trama se teje y desteje por voluntad de quien la lee como si subiera o bajara a la vez por las escaleras de Escher.

La mañana siguiente, Julio Cortázar y yo desayunamos en el comedor del hotel Geneve y, frente a sus ojos, el libro con su inherente propuesta a un viaje posible por sus muchas y complicadas páginas. El contenido prometía seducir la capacidad intelectual de Julio, sus conocimientos, así como las inagotables posibilidades lúdicas tejiéndose en su mente. Tal vez se haya detenido en la sección que discute con el diálogo de la tortuga y Aquiles de Zenón. El espacio puede fragmentarse siempre más, ¿y el tiempo? La trenza dorada es eterna, ¿y el telar de Penélope?, ¿y Rayuela y su cronopio?

Prometimos escribirnos. Apenas si sucedió. Los hilos de su tiempo humano se trozaron. Pero la presencia luminosa de Julio Cortázar cintila desde lo alto junto a la Maga.