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Ver día anteriorJueves 13 de junio de 2013Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Paseando con Platón
L

a semana pasada murió mi perra Hilaria, noticia más o menos personal, quizá poco digna de aparecer en un periódico y sin embargo la consigno. Mi perrita era negra, criolla, con manchas blancas, de ojos y pelo brillantes, ladradora y le olía mal la boca; cuando regresaba de viaje su alegría era tan grande que sólo puede describirse con hipérboles; a pesar de su talla mediana era muy fuerte y no me atrevía a llevarla a pasear, ya otros dos perros me habían tirado, Groucho, un pequeño chow chow de lengua morada y patas descalcificadas, y un labrador color chocolate llamado Balam, hijo de Luna, una de las perras que mi hija mayor tuvo en su casa de Mérida.

Desde hace días espero a que me traiga sus cenizas el veterinario que me hizo el favor de sacrificarla o ponerla a dormir, como vulgarmente se dice cuando se aplica la eutanasia a un perro, operación por lo general prohibida cuando se trata de algún ser humano que, como Hilaria, hubiese estado totalmente invadido por el cáncer.

Obviamente, se me partió el corazón, tema en el que me he detenido varias veces y que me recuerda varios tangos como por ejemplo aquel que comienza diciendo Tengo el corazón hecho pedazos.

Para reparar el daño, mis hijas se dieron a la tarea de buscarme un sustituto. Me encontraron uno que a su vez habían encontrado malherido en Coyoacán unos amigos de mi nieta; se trata de un enorme labrador amarillo, de ocho años, inteligente y bien educado, llamado Platón. Llegó a mi casa acompañado de quienes lo habían recogido, una joven familia con una pareja de hijitos gemelos y poseedores de dos perros tan callejeros como Hilaria, Lola, Groucho y Platón.

Creo que todos los que amamos a los perros debemos adoptar uno o una que no sea de raza pura, ¿existe la raza pura? Mi Hilaria era de la familia de los Huskies siberianos, así en inglés, pero carecía de familia hasta que yo la recogí.

La primera noche, Platón no quiso comer, se le veía soñador y melancólico y se comportaba como una doncella decimónica o como Werther cuando le escribía cartas a su amada.

Ayer salí temprano y cuando regresé, abrí como es natural la puerta de mi casa. Un perrazo salió corriendo (de inmediato pensé en cómo se vería que el filósofo de ese nombre hiciese la misma operación). Salí tras de él, a la velocidad a que mis años lo permiten, lo perseguí mientras aún podía ver su pelaje color canela deslizándose por Miguel Ángel de Quevedo, pensando estremecida que quizá algún coche podría atropellarlo. Proeza inútil: el perro era más ágil que yo y mucho más inteligente, pues a las tres horas recibimos el llamado de quienes nos lo habían regalado: había llegado a la privada donde había vivido una vida regalada durante dos semanas, rascado en el portón hasta que el velador del inmueble le abrió, se dirigió a la casa de sus efímeros amos y muy campante estaba de nuevo gozando de su libertad. Fuimos por él, cerramos a piedra y lodo todas las salidas, lo acariciamos, le ofrecimos comida deliciosa, lo apapachamos, lo sacamos a pasear, bien protegido con una correa a prueba de perros. Más tarde le rogué que me acompañara a ver una serie policiaca en el canal 430, llamado también Film and Arts, cuyo protagonista –un policía irlandés borracho, como la mayoría de los irlandeses–, había sido expulsado de su corporación e investigaba por su cuenta.

La verdad es que a Platón esa serie no parecía interesarle demasiado. Lo llevé a la cama de Hilaria, exigua para él, y lo dejé con la cabeza recostada tristemente sobre ella. Luego, también me fui a dormir. Esta mañana me despertó muy temprano el teléfono: Platón había vuelto a las andadas, se había escapado aprovechando que mi empleada había entreabierto la puerta mientras efectuaba sus tareas matinales. Platón había reaparecido en su antiguo hogar.

Confieso que esta semana pensaba yo escribir sobre Hannah Arendt, la película de Margarethe Von Trotta, que acabo de ver en París.

Ya tengo las cenizas de Hilaria en casa.

Twitter: @margo_glantz