Opinión
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¿La Fiesta en Paz?

Audacias presidenciales

Diego Silveti o cómo honrar una dinastía

Internacionalismo tardío

E

l presidente de la República, Enrique Peña Nieto, enésimo mandatario ataurino de México, es decir, carente del menor interés por lo que va quedando de esa tradición cultural en el país, no se diga de los factores y sectores que la han debilitado, entregó el pasado miércoles, en Querétaro, la medalla presidencial al mérito ganadero a Eduardo Martínez Urquidi, propietario del hierro de Los Encinos, en atención a los sucesivos éxitos obtenidos en plazas tanto generosas como rigurosas.

Luego del taurinismo exhibicionista del presidente José López Portillo en la plaza de la Maestranza de Sevilla el año de 1977, que desde luego no se tradujo en una relación más equitativa para los diestros mexicanos ni menos en una revisión madura del momento de la fiesta de toros en nuestro país, vendrían los mandatarios modernos, pro yanquis y juaristas de aparador Miguel de la Madrid, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, notoriamente taurófobos, hasta culminar con la hipocresía taurina de los gobernantes del cambio fracasado y del Jesús en la boca: Vicente Fox y Felipe Calderón quienes, a pesar de su taurinismo de closet, hicieron lo mismo que sus antecesores en favor del rencauzamiento de la fiesta de toros en el país que pretendieron cambiar: absolutamente nada, convencidos de que el libre albedrío desemboca en la autorregulación, por ineficaz que sea. Así le ha ido al país y a la fiesta.

Otorgar anualmente una medalla a un ganadero de toros de lidia no implica reconocer que la bravura, y sólo ésta, propicia la grandeza y profesionalización del toreo, ni equivale a suscribir un pacto taurino por México o a que el presidente y sus asesores entiendan el valor identitario, cultural, económico y político de la fiesta de toros en el país y su responsabilidad irrenunciable a preservarla y fortalecerla como patrimonio inmaterial vinculado a la memoria colectiva, no sólo a cuestiones de gusto, de negocitos autorregulados o de improvisado animalismo. Plegarse a los dictámenes del pensamiento único ha contribuido al retroceso social y cultural del resto de los países, maniatados por el mal consumo y el peor despilfarro, incluso de sus tradiciones. Proteger a exgobernadores tricolores ladrones es barbarie más refinada.

Diego Silveti o el arte de honrar una dinastía. O la capacidad para remontar un ambiente taurino apapachador y subdesarrollado. O la memoria genética que impide dudar en los momentos de más compromiso. O la torería intemporal que obliga a tragar contra viento y marea. Así, el más joven de la estirpe silvetiana –esa selva de ancestros con El Meco, Juan, David y Alejandro, más la tierna valentía de Doreen y Laura– debió enfrentar en su comparecencia del pasado 19 en Las Ventas de Madrid, primero, la descompostura de la camioneta que lo llevaba a la plaza, luego un exigente coso repleto, unos toros con edad y trapío de Fermín Bohórquez, unos alternantes celosos y, por si faltara, un fuerte aguacero con granizo durante su faena para poner a prueba al más plantado.

Orador, con 544 kilos y alto de agujas, traía una arrogante encornadura. El bisnieto del Tigre de Guanajuato, con la misma sangre fría de éste, lo recibió con templadas verónicas y tras el primer puyazo se echó el capote a la espalda para, sobre un lodazal que hacía más azarosa cualquier suerte, ligar ceñidas gaoneras rematadas con bella revolera. Junto con el asombro arreció la granizada. Tras brindar al público se plantó en el centro del ruedo, citó de largo a aquel torazo y se lo pasó por la espalda en dos péndulos temerarios y precisos, ligado el segundo con un pase de costado, uno de la firma con la zurda y el forzado de pecho. Entonces cielo y plaza acabaron de venirse abajo.

Hubo luego muletazos mandones, tersos y ligados, sobre todo con la diestra, en los que este Silveti pareció fundirse con el agua, el viento y la tierra, sostenido por el fuego de su espíritu. Unas bernadinas casi suicidas, un pinchazo arriba que fue aplaudido y tres cuartos de acero culminaron aquella hazaña rebozante de convicción y de actitud, por la que el público obligó al juez a conceder una más que merecida oreja.

Ahora podrá alardear el cerrado y autocomplaciente medio taurino español de un internacionalismo emergente con la inclusión de cinco prometedores espadas mexicanos y dos franceses en la Feria de San Isidro, pero 100 años de hispanocentrismo han sido demasiados para finalmente acordarse del resto del mundo taurino. Con Sudamérica semianulada, las posibilidades de ese colonialismo se reducen considerablemente. Ah, si los engreídos taurinos del mundo hubieran tenido visión de futuro y voluntad para unir esfuerzos, no que cada quien prefirió mal barrer su patio... para los ases importados.