Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 19 de mayo de 2013 Num: 950

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Para ti
Silvia Lemus

Pesimismo sonriente
y periodismo cultural

Fabrizio Andreella

Francisco Gamoneda:
el libro como semilla

Xabier F. Coronado

El arte de no leer
Hermann Bellinghausen

De la lectura como naturalidad
Ricardo Guzmán Wolffer

Leer

Columnas:
A Lápiz
Enrique López Aguilar
La Jornada Virtual
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Artes Visuales
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Alonso Arreola
Paso a Retirarme
Ana García Bergua
Cabezalcubo
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Jornada de Poesía
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Cinexcusas
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Grima cinematográfica

“Grima” es la palabra que, de acuerdo con el Diccionario de la RAE, define la peculiar combinación de dos sentimientos: desazón e irritación, y grima es lo que suscita esa perpetración fílmica cuyos cometedores tuvieron el pésimo tino –amén del mal gusto– de ponerle por título Tlatelolco, verano del ’68 (Carlos Bolado, 2012).

Desazón porque, visto el asunto desde una perspectiva obligadamente histórica, es imposible ignorar que la cinematografía nacional arrastra una deuda enorme con la sociedad de la que forma parte, dado que muy insuficientemente, muy mal, o ambas cosas al mismo tiempo, ha encarado la matanza que tuvo lugar en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Refiérese lo anterior al cine de ficción pues, como es conocido, existen al menos dos estupendos documentales sobre el tema:El grito (Leobardo López Arretche, 1968) y Tlatelolco: las claves de la masacre (Carlos Mendoza, 2003).

Desazón porque, también históricamente visto, durante los largos años del monolitismo ideológico priísta –hoy de regreso y, por cierto, no corregido y sí aumentado–, fue casi imposible recrear, desde la ficción, cualquier aspecto de esa tragedia todavía impune. El casi, como se sabe, consiste básicamente en la existencia de Rojo amanecer (Jorge Fons, 1989). Esta vez que, al menos en teoría, no hubo variante alguna de censura para recrear cinematográficamente aquellos hechos, la oportunidad –con todo y los ingentes dineros que le fueron proporcionados– ha sido desperdiciada y el tema se ha desgastado, lo cual constituye una lamentable paradoja puesto que, como se ha apuntado, nuestro cine no ha hecho las suficientes aproximaciones, ni lo suficientemente exhaustivas, a ese punto de la historia que pronto ha de sumar su primer medio siglo de impunidad.

Irritación, que puede ser también llamada indignación o encabronamiento, porque ninguna otra cosa provoca ver que a alguien –aquí llamados productor, guionista y director– le parece plausible, o siquiera permisible, darse el lujo artero de utilizar a un movimiento social del tamaño y la importancia que tiene el vivido en México hace cuarenta y cinco años; utilizar –mal, insuficientemente, torciendo, omitiendo, soslayando, dándose montones de “licencias poéticas” inadmisibles– los momentos señeros, tanto conceptuales como fácticos, del más reciente parteaguas político, social y cultural de toda una nación… utilizarlo como mero telón de fondo, prescindible a fin de cuentas por intercambiable, pero también por mal dibujado y por chabacano; como mero telón de fondo, remárquese, para contar la más convencional, esquemática, tediosa por predecible y hasta el hartazgo contada historia de “amor imposible” entre la niña rica y el chavo pobre.

Irritación porque, negro sobre negro, acompañando al cúmulo de barrabasadas en lo histórico-político en las que abunda el filme –sólo un ejemplo de muchos: hay una escena donde la pareja de tórtolos puede pasar, con todo y coche, horas enteras frente a una entrada del Campo Militar sin que nadie se les acerque ni los moleste. ¿En México, en 1968, en esos días, siendo joven y estudiante?–; acompañando a los escamoteos de nombres reales de los personajes históricos, así como de algunos hechos concretos insoslayables, la cinta está plagada de ese tipo de recursos guionísticos francamente absurdos, para no llamarles estúpidos, que con tanta frecuencia son utilizados, según eso, para darle “dramatismo” a una historia. Verbigracia, que en plena matanza en la plaza, en medio de esa barbarie de sangre y fuego contra jóvenes desarmados, encajonados y puestos como tiro al blanco, a la nena de la historia le dé tiempo –y a la balacera no le alcancen las municiones para atinarle a ella ni un disparo– de ver cómo cae herido su galán, y aún más, le da tiempo de tenerlo entre los brazos y llorarle a gusto un buen rato que, incluso si durase dos segundos, sería demasiado largo en circunstancias parecidas.

Se filma lo que se puede y, en ocasiones menos frecuentes, lo que se quiere. En este caso se pudo y se quiso filmar una película irritante y desazonadora, desperdiciándose así la oportunidad de abonar algo al menos a esa enorme deuda histórica y, tristeza sobre tristeza, comprobando –por la vía más negativa– que si una cultura se manifiesta incapaz de recrear a plenitud un aspecto nodal de su historia en el mundo de ficción, significa que es demasiado poco lo avanzado desde el punto en el que dicho acontecimiento sucedió.

A ver si no tenemos que esperar hasta que Peña Nieto diga algo así como “mi mano está tendida…”