Hugo Gutiérrez Vega
Claudio Favier y la utopía
Claudio Favier Orendáin nació en Guadalajara a fines de los veinte. Estudió en el Colegio Unión y en el Instituto de Ciencias. Ambos colegios eran dirigidos por la Compañía de Jesús. Terminó la carrera de Arquitectura en una de las mejores escuelas del país, la de la Universidad de Guadalajara. Nacho Díaz Morales, Mathias Goeritz, la Chacha Rodríguez Prampolini, Castellanos y Urzúa fueron algunos de sus maestros.
Después de hacer unos ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola, Claudio decidió que su verdadera vocación era el sacerdocio. Ingresó a la Compañía de Jesús y se convirtió en el más brillante seminarista de Puente Grande.
De tarde en tarde veía a sus padres: monsieur Favier, comerciante próspero originario de Barcelonette, la ciudad alpina que mandó a México un buen número de sus jóvenes en busca de fortuna. La madre de Claudio pertenecía a la aristocracia tequilera de Jalisco y era una mujer muy fina y elegante. Tenía esa voz cantarina y amistosa de las tapatías.
Claudio cubrió religiosamente todas las etapas de la carrera sacerdotal. Dominaba sus latines y navegaba con soltura por los mares de la filosofía neotomista, aunque, de reojo, se asomaba a los mundos de Hegel y del materialismo dialéctico. Fue maestrillo y se interesó por los problemas sociopolíticos del país y del mundo. Estudió teología en Roma, viajó por Europa y dedicó una buena parte de su tiempo al cultivo de su vocación principal: las artes plásticas. La pintura, la escultura, el grabado, los vitrales y la arquitectura ocuparon gran parte de su pensamiento y se integraron a la vida sacerdotal del artista. Su escultura tenía mucho que ver con los juegos para armar, lo cual entusiasmaba a los jóvenes que iban a sus exposiciones. Recuerdo especialmente la pequeña escultura de un líder con brazos intercambiables. Era un homenaje a El gesticulador, de Usigli, y un vejamen para todos los demagogos y farsantes que pululan en el hormiguero de la grilla.
Regresó a México después de haber pasado una temporada en España. En Madrid hizo una amistad perdurable con Paloma y Javier Cabrera, con Carmen González Pruneda (que se convirtió en su agente), Enrique Álvarez Cabal y su compañero jesuita Guillermo Hirata. Claudio, Javier, Paloma y Guillermo se establecieron en Tlayacapan y realizaron una noble y valiosa labor social y pedagógica. Fundaron una escuela preparatoria, realizaron obras públicas e influyeron con fuerza en el espíritu comunitario. Eran los años morelenses de don Sergio Méndez Arceo, Iván Ilich, Gregorio Lemercier, años de búsqueda de una conciliación entre lo mejor de la tradición y lo verdadero de la modernidad. La utopía de Tlayacapan fue destruida por los caciques locales y estatales. Quedó testimonio de la concepción arquitectónica agustiniana y del remoto pensamiento azteca y xochimilca en el libro de Claudio que se titula Ruinas de utopía.
Regresaron a España. Claudio construyó una hermosa casa en los terrenos de una dehesa heredada por Paloma e hicieron vida comunitaria. El Pico de Almanzor, la Sierra de Gredos, el Valle del Jerte y el olivar extremeño rodeaban la casa y la vida de los utopistas. Claudio siguió pintando, esculpiendo y grabando. Paloma hizo política en el psoe y Javier se hizo cargo de la armonía y de la sensatez.
Guillermo, Paloma y Claudio murieron y Javier se quedó solo en la dehesa.
Claudio se fue hace tres años. No sé lo que pasó con su obra artística. En cambio sé muy bien lo que dejó en todos nosotros: su pensamiento, su espíritu solidario y, sobre todo, la actitud libertaria que guió sus pasos y dio sentido y fuerza a sus acciones y a su defensa constante de los valores humanos.
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