Opinión
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Bulgaria, Europa y el viento en las periferias
C

uando a finales de febrero las demostraciones populares tumbaron al gobierno centroderechista de Boiko Borisov, Ivan Krastev, politólogo y comentarista liberal, observando los ánimos subrayaba: La gente no quiere nuevas elecciones, sino cambios ( Krytyka Polityczna, 5/3/13).

Pero a tres meses de las dramáticas protestas que se extendieron por todo el país (con gente golpeada por la policía y manifestantes que se inmolaban), los búlgaros no sólo tuvieron que conformarse con las nuevas elecciones –realizadas el pasado domingo 12 de mayo– sino también con el regreso de Borisov.

El viento de los cambios que se respiraba en las calles (el himno extraoficial de las protestas era... Wind of change, de Scorpions) dejó de soplar y, juzgando hoy por los ánimos, es poco probable que vuelva pronto para desvanecer los problemas que acechan a Bulgaria.

Se empezó con el descontento por los altos precios de la luz, pero era sólo una gota que derramó el vaso: la situación en este país, el más pobre de la Unión Europea (UE) y con un sueldo promedio más bajo (unos 520 dólares), se volvía insoportable ya desde hace tiempo.

Mientras a primera vista la situación económica no era tan mala como por ejemplo en Grecia (el déficit y la deuda pública seguían bajos), y aunque Borisov manteniendo la disciplina fiscal dosificaba sus políticas, las buenas macrocifras no frenaban el deterioro de las condiciones de vida, cada vez más miserables (22 por ciento de los búlgaros vive en la pobreza, otro 49 por ciento en riesgo de caer en ella).

Y cuando la desesperación por lo cotidiano se juntó con la indignación por la creciente descomposición de la política (corrupción, vínculos con el crimen, enajenación de los ciudadanos), la situación estalló. Durante las protestas siete personas se prendieron fuego; desde hace meses se observaba el incremento de suicidios, todo en una clara relación con la situación social y pobreza ( El País, 27 y 31/3/13).

Los manifestantes no sólo demandaban mejoras, sino cambios estructurales: asamblea constituyente, reformas en el sistema electoral, renacionalización de la red eléctrica. Pero a pesar de mucha energía, las protestas no desembocaron en ningún movimiento y estos postulados quedaron en el aire. Ante la incapacidad de construir un liderazgo alternativo el hartazgo popular (la gente ya no confía en los políticos, en el Estado, ni siquiera en el libre mercado, señalaba Krastev, Gazeta Wyborcza, 10/5/13) estaba siendo acaparado en parte por la ultraderecha antigitana y antiturca, algo bastante preocupante.

El resultado electoral –31 por ciento para la centroderecha de Ciudadanos por el Desarrollo Europeo de Bulgaria (GERB), 27 por ciento para los ex comunistas del Partido Socialista Búlgaro (BSP), 10 por ciento para la minoría turca (DPS) y 7 por ciento para los nacionalistas y xenófobos de Ataka– confirma que Borisov cedió sólo para conservar la influencia y poder volver. Pero la participación más baja desde la caída del comunismo (50 por ciento) y la falta de una mayoría absoluta evidencian que la solución no pasaba por las urnas y que el impasse sigue.

Después de que en 2007 Bulgaria entró a la UE, Tzvetan Todorov, semiólogo francés nacido en Sofía, aseguraba que se sentía aún más orgulloso de ser europeo ( Resetdoc, 4/8/08).

¿Qué pensará hoy al ver la actitud de Europa hacia su patria?

Para empezar fue la UE que impuso la austeridad a Borisov, poniéndolo incluso como ejemplo para otros mandatarios del bloque. La situación reventó no porque no se cumplieran sus exigencias (como se les decía por ejemplo a los griegos), sino –entre otros– porque se han implementado todas las recetas. Sobre esto en Europa nadie no dijo ni una palabra.

En el mismo tiempo –y en el peor de los momentos– algunos países siguen oponiéndose a que Bulgaria sea parte del Acuerdo de Schengen sobre el libre tránsito, culpando a los migrantes de este país por el desempleo (sic), impidiéndoles buscar los cambios incluso a nivel individual ( The Guardian, 6/3/20).

Así, la mayoría de los búlgaros no tienen ninguna razón para sentirse orgullosamente europeos.

La Unión Europea en el momento de la adhesión se vislumbraba como una palanca del desarrollo institucional y un catalizador de cambios. Borisov y su partido (GERB) capitalizaron algo de estas esperanzas. Hoy ya pocos creen que la UE sea una vía al bienestar o fuente de valores a seguir. Un ejemplo: la solución para el mercado energético aconsejada por la mayoría de los expertos búlgaros, todos educados en la jerga de la UE, era... ¡sorpresa!: más privatización y desregulación.

De hecho fue lo mismo que desde que estalló la crisis hacía la propia Unión: eliminar las alternativas y consolidar el consenso neoliberal, convirtiéndose casi exclusivamente en una herramienta de disciplina del mercado.

Incluso para un intelectual como Todorov –brillante, pero bastante conservador–, la UE dejó de ser una entidad democrática y política ( El País, 29/4/12), algo que lo llevó a argumentar que hoy el mayor peligro para la democracia no proviene de los que se declaran como sus enemigos, sino de sus supuestos defensores ( Los enemigos íntimos de la democracia, 2012).

Aunque la UE sea una de las pocas instituciones capaces aún de defender hasta cierto punto a Europa de las embestidas del capital global ( weak power), ante las cuestiones de democracia o transparencia, más que una solución, resulta ser un problema.

Siguiendo a Rosa Luxemburgo, que subrayaba que la verdad sobre el capitalismo se refleja no en el centro, sino en sus márgenes, la verdad sobre la convulsionada UE se ve mejor reflejada en sus periferias como Bulgaria: el viento desde Bruselas no trae antídoto, sino el mismo veneno responsable de que todo allí siga sin cambios.

*Periodista polaco