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Venezuela: El futuro inmediato
Hugo Chávez y los nombres de la historia
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l 5 de marzo, tras la noticia del fallecimiento de Hugo Chávez, aparecieron unos tuits –entre los más de 800 mil mandados en las primeras 24 horas de su muerte– que subrayaban que éste moría el día del 60 aniversario de la muerte de Stalin; visibles en las páginas web al lado de varios comentarios del mainstream sobre lo sucedido se fundían con ellos y volvían parte de la maquinaria mediática.

Estos mensajes no fueron los primeros ni los únicos en notar aquella coincidencia histórica, pero tomando en cuenta quienes tuiteaban y retuiteaban –miembros de la dictadura mediática global– más que una observación inocente, eran un reflejo de toda la estrategia de desinformación y demonización de Chávez –la sintetizó perfectamente Eduardo Galeano (Aporrea, 11/1/2013)– implementada por la mayoría de los medios (destacaban El País y la Sociedad Interamericana de la Prensa, SIP). Sus enemigos inmediatamente resaltaron aquel detalle, ya que raras veces veían otras comparaciones, igualándolo por años sin ningún rigor ni tregua con Stalin, Hitler o Mussolini: lo hacía sobre todo la prensa estadunidense (por ejemplo Newsweek, 11/2/2009), pero también los políticos como Rumsfeld (Ap, 3/2/2006) o los gerentes regionales del imperio como Uribe (Cables Wikileaks-embajada de Estados Unidos en Bogotá, 6/12/2007).

Mucha tinta se ha derramado sobre el populismo de Chávez y de cómo logró cautivar los mentes de sus seguidores; poca sobre la sicología de los anti-chavistas que lo hicieron un bogeyman y veían en él la encarnación de todos los males. Lo pintaban de autoritario, dictador, déspota, tirano. El linchamiento mediático consistía también en que todo lo que aparecía sobre él era negativo, sus fallas exageradas, los logros ignorados, su posición y la de sus seguidores –la chusma borracha de petróleo– malinterpretada y menospreciada. Para los ricos y poderosos Chávez era un zambo ignorante y a la vez un demonio, medio negro, medio indio; difamándolo personificaban en realidad su miedo de los millones de pobres que estaban detrás de él, le daban una forma y lo convertían en un blanco de sus ataques.

La prensa opositora –como el caraqueño El Universal– nunca se pudo decidir si Chávez era fascista o comunista; lo fustigaba igual por sus rasgos de Führer y tendencias estalinistas. Los medios internacionales retomaban esta contradictoria campaña poniéndole a la vez una camisa roja y otra parda, llegando a menudo como el antichavismo venezolano a los niveles demenciales del odio. Esto ocurría incluso en los países como Polonia, donde se supone que somos más sensibles al significado de las historias detrás de los nombres de Stalin y Adolfo Hitler.

Estas comparaciones destruían el lenguaje del debate público, relativizaban las más grandes atrocidades de la humanidad, oscurecían la naturaleza de los conflictos en Venezuela y afectaban la política: si Chávez era igual que ellos, el mundo con mayor facilidad toleraba excesos antidemocráticos de la oposición e incluso alentaba el golpismo, justificado por el fin de contrarrestar el totalitarismo chavista.

Según la llamada ley de Godwin que se refiere a los debates en Internet, a medida de que la discusión se alarga, aumenta la probabilidad de que aparezca una comparación a Hitler o a los nazis; quien la use primero, pierde el debate (es.wikipedia.org/wiki/Ley_de_Godwin). Dicho enunciado que pretende evitar el uso de comparaciones inapropiadas –y que debería aplicar a cualquier debate– podría incluir también a Stalin; esa sería, ya más allá de Internet, la conclusión tras observar la discusión en torno al líder bolivariano.

Mientras más se alargaba (fueron 14 años), los argumentos de los antichavistas se concentraban más en las comparaciones generadas por fobias; también ahora la mayoría de las necrologías y editoriales –ni hablar de los comentarios en redes sociales y tuits– carecen de apego a la realidad (Chávez deja un país sumergido en crisis, con la economía en escombros) y menosprecian a sus seguidores (narcotizados por su culto y desorientados). Según algunos destacados antichavistas, son las mismas muchedumbres que lloraban en los funerales de Franco o Stalin (¡sic!).

Chávez también usaba un lenguaje brusco, pero, como apunta Horacio González, el sociólogo argentino, de manera mucho más graciosa y estricta logró combinar las historias del pasado con la contemporaneidad, desafiando a los dueños del poder mundial; también le gustaba jugar con los grandes nombres de la historia, dándole por ejemplo, una nueva vida a Bolívar ( Página/12, 6/3/2013).

Jacques Rancière, el filósofo francés, en uno de sus formidables ensayos – Los nombres de la historia ( The names of history, Minneapolis, 1994)–, preocupado por las palabras del pasado, apunta que una palabra como Napoleón nombra fenómenos más allá de la vida o carrera de un individuo. Detrás de ella están las vidas de los millones sin nombre que hicieron posible su carrera, crecieron con ella o que fueron aniquilados en su desarrollo; es un deber político y científico devolverles su legítimo lugar en la historia (resuena aquí un enfoque benjaminiano).

Chávez también –por sus propios méritos– se volvió un gran nombre de la historia; los millones de los sin nombre que hicieron posible su carrera, que pelearon por su gobierno y lo defendieron recobrando su dignidad, saben el verdadero orden y la adecuada compañía de otros nombres con quienes entra en la historia.

Él ya les devolvió su legítimo lugar; ahora ellos le darán una nueva vida.

*Periodista polaco